Fotografía: Olga Ageeva
En este cuento Mónica nos transporta a una historia apasionante de amores contrastados y engaños, con la cual nos recuerda que, cuando no reconocemos la verdad dentro nuestro, no podemos más que lastimar a todos los involucrados.
Re-encuentro I
-Cuidado con las hamacas, que vos sos chiquita y los más grandes te pueden golpear.
-Ay, mami! –contestó Flor ofendida- no soy chiquita. ¡Tengo cuatro años ya!
-Ah, bueno, perdón –sonrió Luciana.
-Ella es chiquita –dijo la nena acariciando a su hermanita bebé que dormía en el cochecito.
-Sí, hija, tenés razón, andá a jugar.
¡Florencia tenía cada salida! Era una nena muy despierta, vivaz e inteligente. Luciana miró a Jimenita, que dormía plácidamente entre los pliegues de la mantita blanca y supo que era una mujer afortunada. Respiró hondo el aire puro de la plaza. Puro era en realidad un modo de decir, un cuadrado con un poco de pasto y cuatro árboles en medio de la ciudad, no podía llamarse aire puro, pero era lo mejor que había.
-¡Abuela, mirame! –se escuchó de pronto.
-¡Sí, te veo!
La mirada del nene bajando por el tobogán llevó a Luciana a encontrar a la abuela en cuestión y ahí fue cuando la vio. ¿Era o no era? Habían pasado muchos años, como quince –pensó, haciendo una cuenta rápida. Mientras se lo preguntaba, la señora también la miró y quedó petrificada.
-Disculpe –se animó Lu-. ¿Usted es Chela?
-¡Lucianita! ¡Tanto tiempo!
Se estrecharon en un abrazo que trajo los recuerdos agolpados como fichas de un dominó.
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Reían y reían. Chela los escuchaba desde la cocina. Su único hijo Juan Luis se merecía esta alegría, ya que vivía entre las tensiones de sus padres, ese matrimonio ya hecho trizas por las constantes agresiones de él. Ella ya no daba más, pero no era fácil separarse. ¿Adónde iba? Juan Luis estaba estudiando y daba algunas clases para ganarse unos pesos pero eso no iba a alcanzar. ¡Qué lindo sentirlos reír! ¿Y así estudiaban? Ay, estos chicos... Sonrió para sus adentros mientras controlaba el agua.
-¡Chicos! Ya está el mate.
-Ahí vamos –se escuchaba entre risas.
Como Luciana vivía en la capital, más o menos a una hora de tren, cuando iba a estudiar con Juan, pasaba el día. A Chela le gustaba. Juan había tenido una noviecita, una chica del barrio pero le duró poco. Él no estaba para nada enamorado. En cambio con Lu era otra cosa. Ella, como madre, lo sabía. Nunca lo había visto así. Hacía un mes que estaban juntos, desde esa mañana en que los mandó al correo a hacer un trámite y volvieron de novios. Compartían todo, no sólo la facultad de psicología, sino la pasión por la música norteamericana e italiana. Un vecino de Juan era hijo de italianos y fanático de Ornella Vanoni y se pasaban las letras que Juan enseñaba a Luciana y cantaban juntos. Jugaban a completar canciones.
-E uno di quei giorni in cui...-empezaba Juan Luis.
-…ti prende la malinconia –contestaba ella.
Aparte de disfrutar y divertirse, también compartían haber experimentado la pérdida de un ser querido, él su abuela “Lela”, ella la mujer que la había criado, Betina.
Él, alto y flaco, con la cara llena de granos. Ella gordita e ingenua, había tenido algunos noviecitos pero a sus diecinueve años era todavía más pura que la mismísima Virgen.
La madre de Luciana era una de esas mujeres ‘chapadas a la antigua’ y aleccionaba a su única hija sobre los peligros de entregarse a un hombre, porque una vez sucedido ‘eso’, ya no la querrían. “Los besos y las caricias se lavan con agua”, rezaba su madre. “Quien te quiera de verdad, te va a respetar”. Por eso Luciana estaba tan fascinada con Juan, quien realmente la respetaba, jamás tenía que correrle una mano o ponerlo en su lugar. Su anticuada madre al final tenía razón. Juan la quería de verdad. Y ella estaba enceguecida.
Habían cumplido tres meses de noviazgo cuando una tarde de verano, justo en medio del mes de marzo, Juan la llevó a pasear por la plaza. Estaba serio, apagado, triste.
-Te noto raro, Juanlu –como lo llamaba cariñosamente-. ¿Qué te pasa?
-Es que...-rompió a llorar -tengo que decirte algo que no va a gustarte.
-¿Qué? –se alarmó ella.
-No puedo seguir saliendo con vos.
-¿Cómo, qué decís?
-Sí, es así –respondió tapándose la cara con las manos.
-¿Por qué? –empezó a desesperarse.
-No puedo decírtelo.
-¿No me querés?
-Sí, claro que te quiero, pero... no puedo.
-No entiendo, Juan, no entiendo –se lamentó entre sollozos.
-Disculpame, disculpame –seguía llorando él-. No puedo.
Luciana quedó destrozada y sin entender...
Mónica Gómez
Continúa aquí con la segunda parte: Re-encuentro II
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