Molinos ~ Mónica Gómez

Hoy Mónica nos cuenta la historia de cómo tenemos la elección de cambiar nuestros destinos, siempre y cuando lo querramos, claro. Giovanna, la protagonista, comienza a tener sentimientos extraños. ¿Se aclarará?

Molinos

-¿Qué se pesca hoy? –curioseó Aquiles viendo a Giovanna en su habitual ‘puesto del atardecer’, como decía ella.
-No lo sé, espero que algo importante para poder festejar mis sesenta.
-Feliz cumple otra vez, querida. ¿Escuchaste que beatificaron al Papa Juan Pablo II hoy?
-Sí, hace un rato vi el Vaticano lleno de gente.
-A vos y a mi seguro no nos beatifican –mencionó Aquiles. ¡Dos viejos viviendo en concubinato!
-¡Viejo serás vos! –rió.
Giovanna apagó su risa por una expresión pensativa.
-¿Sabes, Aquiles? Ver el Vaticano me trajo recuerdos, me acordé del cura de nuestra parroquia que nos hablaba siempre del Papa, Don Mario. Sabías que en Italia les dicen “don” a los curas? Bueno, en fin, me vino un poquito de nostalgia.
-Y si, lógico, naciste en Roma, mi amor, justamente un día como hoy, y allá viviste hasta venirte para acá –dijo acariciándole la espalda-. Me voy a dar una ducha mientras pescás algo bueno y después te ayudo a preparar la cena.
-Ok, ¡hoy espero un pescado grande, por ser mi cumple! –gritó hacia el agua, mientras ambos reían.

Giovanna nació en Roma. Hija única, desde siempre fue muy apegada a su abuela materna que quedó sola desde que su marido la dejó en medio de su embarazo para irse a probar fortuna a la América, con la promesa de volver a buscarla. Sin embargo, nunca más se supo de él.
Crió a su hija lo mejor que pudo, hasta que ‘la casó’ con el hijo de un importante comerciante que resultó no seguir los pasos del padre. Era más bien el niño mimado y por lo tanto poco trabajador pero era un buen hombre y cuando nació Giovanna, demostró ser un padre amoroso y presente. Sin embargo, en esa familia reinaban las mujeres, con la Madonna a la cabeza, como suele ser en la cultura italiana.
Giovanna, su madre y su abuela formaban un núcleo fuerte y sólido hasta que la muerte se filtró con su guante oscuro, llevándose primero a la mamá y pocos años más tarde, a la abuela. Tenía tan sólo quince años cuando quedó sola con su padre, que desde su viudez se había dedicado más a los naipes, la bebida y las mujeres que a su propia hija, despilfarrando lo poco que quedaba del negocio.
Así es que ya adolescente tuvo que empezar a trabajar pero lo vivió como una ventaja. Jamás se sintió víctima por su situación y siguió adelante adquiriendo experiencia. Cuando cumplió su mayoría de edad contaba ya con un pequeño capital que le permitió irse a vivir sola y comenzar sus estudios de Economía en la Universidad de Roma Tor Vergata. Era una excelente estudiante ya que canalizaba todos sus dolores en su decisión de ser ‘alguien en la vida’. Cuando se graduó con honores después de sólo cinco años su padre la abrazó emocionado pero fue su reciente novio quien la apoyaría a cumplir sus sueños. Se conocieron por trabajar en la misma empresa, ella como jefa administrativa, él como gerente de sistemas.
Giovanna mostraba día a día sus dotes y su capacidad ejecutiva y fue gracias a eso y al empujón de su novio – porque en Italia nada se consigue sin recomendación – que a los dos años ya era gerente de Finanzas, con la promesa de una brillante carrera en su futuro. Lo único que faltaba era el casamiento y Marco se lo propuso después de un año de convivencia. Giovanna parecía tocar el cielo con las manos: una carrera exitosa, un próximo proyecto de familia, ¿qué más podía pedir? Cierto que había noches – y momentos del día – en que se le presentaba esa angustia en el pecho, como un ‘agujero’ lo llamaba ella, un vacío que atribuía a la triste infancia marcada por la pérdida de su madre y su abuela. Pero ahora, todo iba a estar bien. Su papá estaba feliz de verla realizada y obviamente la acompañaría al altar. Los años habían limado las asperezas entre ellos y Giovanna había sanado su relación con él.
Como es costumbre, sus amigas querían hacerle la despedida de soltera. Nunca fue muy salidora así que tenía sólo a Carlotta y Graziella, sus dos amigas estrechas con las cuales había compartido Universidad y algunas noches de parranda. Después de la graduación y con las ocupaciones de cada una ya no se veían tanto pero el cariño estaba y ellas – para demostrarlo – tuvieron una idea muy original para festejar el final de la soltería: un crucero de fin de semana en Grecia. Si bien Giovanna era la primera en casarse las otras dos estaban seriamente comprometidas y ésta podía ser la última vez que se divirtieran juntas sin obligaciones de familia. A la novia le pareció una idea formidable ya que sólo había salido de Italia dos veces, con viajes escolares, una vez a Barcelona y la otra a Praga. Las islas griegas fueron siempre un sueño para ella y se lo estaba por sugerir a Marco para la luna de miel, cuando él la sorprendió con dos pasajes a París, la ciudad romántica por excelencia.

Un viernes tempranito, las tres amigas partieron en auto hacia Bari, desde donde zarpaba el crucero a las tres de la tarde. Como adolescentes, después de instalarse en el pequeño camarote con vista al mar, se recorrieron cada rincón de la nave, apreciando su lujo de plástico, pero lujo al fin: el enorme teatro con los sillones de elegante pana, los salones y bares con distinto tipo de decoración, los comedores de dos pisos, el gimnasio, la pileta con techo corredizo por si el tiempo no era bueno y hasta la pequeña capilla donde – aprovechando que no había nadie – Carlotta y Graziella le cantaron la marcha nupcial. El sábado el barco atracaría en Santorini donde permanecería todo el día y el domingo le tocaba el turno a Mykonos, la isla de los molinos, hasta las veinte horas en que el crucero ofrecía una cena-baile de despedida mientras emprendía el retorno a Bari.

Santorini fue una revelación. Poco sabía Giovanna sobre este archipiélago de roca volcánica sobre el Mar Egeo pero sí había visto imágenes de las cúpulas azules que adornaban las casas blancas de las laderas de los acantilados. Subiendo al pueblo de Fira por un telesférico disfrutaron de la extraordinaria vista de las villas construidas dentro de la roca que parecían caer por las pendientes hasta el mar. Sin embargo, ninguna cúpula azul. Giovanna es testaruda y se empeñó en encontrarlas así que arrastró a sus amigas a una parada de taxis, donde un gentilísimo lugareño le explicó que eso estaba en el pueblo de Oia, a una media hora de allí y que él podía llevarlas en su taxi y esperarlas. Aceptaron y fue Giovanna quien ofició de ‘guía/traductora” ya que ella hablaba muy bien inglés, único idioma extranjero que chapuceaba el taxista. Había algo en Grecia que la hacía sentir en casa y aprovechó el trayecto para aprender algunas palabras: kalimera (buen día), kalispera (buenas noches) kalinita (buenas noches, cuando uno ya se va a dormir) Esas palabras que a sus amigas le sonaban casi como de otro planeta a ella la rodeaban de una sensación de bienestar, como si fueran un arrullo inentendible pero placentero. Andando por una carretera a lo largo de la costa, el taxista les explicó que las cúpulas azules pertenecían a pequeñas iglesias que los marineros y pescadores construían como agradecimiento al mar.

Caminando por las callecitas de Oia, viendo los acantilados con sus construcciones blancas y azules que competían con el color radiante del mar, Giovanna empezó a experimentar una sensación desconocida, una quietud interna, como que estaba todo bien. Esa noche no lograba conciliar el sueño. Mientras Graziella y Carlotta dormían a pata ancha, la acunaba el leve sonido de la nave chocando contra las aguas y un murmullo distante – aunque inexistente – del idioma griego.

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Mónica Gómez

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