Recuerdo ~ Mónica Gómez

Como si se descorriera una neblina, el paisaje que se propone es encantador. Una hierba verde fresca termina en un abrupto acantilado que da al mar. La mujer está de espaldas, mirando hacia la inmensidad fluctuante, vestida con una larga túnica marrón. Lleva un delantal blanquísimo y la cabeza cubierta por una cofia. ¿Será una monja? Sale de su estado de contemplación y corre hacia la casa. La enorme mansión aparece medio oculta entre un bosque. La joven sube apresurada por la escalinata y al entreabrirse el gran portón la recibe una anciana, vestida como ella.

-Has llegado tarde, ¡otra vez! ¿Dónde estabas?
-Perdón –contesta con una leve inclinación de la cabeza.
-Lo sé que vas por ahí a mirar el mar –dijo retándola. –Aquí hay mucho trabajo que hacer.
-No volverá a suceder.
-Vamos, entra que la señora está por bajar.

En ese instante se siente un ruido que las hace mirar hacia la escalera.

-¿Está todo listo? –se siente el grito desde arriba.
-Sí, mi señora –contesta la anciana con una reverencia.

La señora lleva un vestido color crema lleno de volados. Con un gesto de la mano se los toca y se pone los guantes. Cuando comienza a bajar los escalones, ¡me veo la punta de los zapatos! ¡Ésa que baja la escalera soy yo!

-Vamos, vamos, abridme la puerta –exclama despreciativamente la señora.

La servidumbre se mira con desprecio. El mayordomo le abre la puerta. Debajo de la escalera está el carruaje esperándola, tirado por caballos. La señora sube, haciendo un gesto de desprecio a todos sus sirvientes.

-Apresúrate, Miguel.
-Sí, mi señora.

La señora descansa sobre el terciopelo rojo que recubre el interior del carruaje y saca un espejo de su pequeña bolsa perlada. Todo está en orden. Él la encontrará fantástica. El carruaje se bambolea por la calle de piedra que atraviesa el bosque y de repente se detiene. Ya no hay árboles. Sólo una vieja y humilde casa blanca.

Bajo del carruaje y entro en esa casa. Me llena el olor a madera mezclado con especias. La cocina despide el humo de alguna comida reciente y la mesa de pino barato es el único mueble, aparte de las dos sillas. Él está parado en una esquina y casi ni me mira. No se atreve. Tiene ese pantalón negro ajustado y la camisa blanca floja.

Es grandote y su barba da el aspecto de hombre salvaje que tanto me perturba. Sin cruzar palabra, se me acerca, me arranca los volados del hombro, empujándome sobre la mesa y me toma por la fuerza. Creo que es una violación pero no lo es. Me gusta esa violencia, no es la primera vez, ya se han encontrado nuestros cuerpos. El acto dura poco. Él se aparta de mí y yo me acomodo la ropa y me levanto de la mesa. Él vuelve a su posición en un costado.

-¿Cómo has estado? –pregunto por educación más que porque realmente me interese.
-Bien, señora, gracias –contesta sin levantar la mirada y jugando con sus manos.

Dejo unas monedas sobre la mesa y me voy. El lacayo me espera y volvemos a la casa.

Cuando entro a la sala biblioteca, veo que me están esperando las señoras de siempre con el Padre Alfonso, para rezar el rosario de la tarde. Me pregunto si se me notará en el rostro.

Sor Margarita se despierta de un salto. ¡Oh Señor! ¡Qué sueño tan atroz! ¿Cómo podía ser yo esa persona? Yo jamás haría eso.

Margarita se vuelve a acomodar en su pequeño lecho. Debería rezar quién sabe cuántos padre nuestros para expiar el endiablado sueño. En cambio, allí tumbada boca arriba, sólo sonríe, recordando que antes de ser monja, fue también una mujer.

Mónica Gómez

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