Mar Turquesa ~ Mónica Gómez

Introducción: En esta novela corta, Mónica Gómez nos sumerge en un prisma de emociones humanas, pasando por la violencia, la inmadurez y la esperanza.

Mar Turquesa

Capítulo 1

-Tomá un poco de té, querida –dijo la viejita suavemente- y estos son bizcochos que horneé esta tarde.
-Oh, gracias, señora, no sé cómo agradecerle –sollozó Leticia, que no paraba de temblar a pesar de estar ya abrigada.
-No tenés nada que agradecerme, querida, y no me llames señora, soy Angela –agregó tomándole la mano con ternura.

Leticia tenía 32 años y cinco de casada con Roberto, un par mayor que ella. Se casó enamorada, lo sabía. ¡Cómo no estarlo! A ese hombre que la seducía constantemente ya fuera con su intelecto, su físico atlético, su dulzura, lo había conocido en una fiesta, era arquitecto y manejaba una empresa de construcciones. Además de todos sus atractivos, era un buen partido. No que a ella le importara el dinero, pero su madre, viuda desde que Leticia era chica, se sintió muy orgullosa de casar a su ‘nena’ con este señor de tan buena posición que la adoraba. Nadie hubiera imaginado lo que escondía. Ni su mujer. Recordaba bien la primera vez que él llegó del trabajo y no la encontró porque se había entretenido tomando un café con una amiga luego de su clase de gimnasia.

-¿De dónde venís a esta hora?
-¿A esta hora? Son sólo las siete y media...
-¡Pero yo llego a las siete! –vociferó él.
-Es sólo media hora y yo-

Roberto la interrumpió propinándole un puñetazo en el estómago que dejó a Leticia tosiendo su sorpresa. Ésa fue sólo la primera vez de muchas en las que él comenzó a actuar con ese patrón regido por vaya a saber qué entuerto psicológico, que lo ponía violento y luego arrepentido. Por cada moretón en las costillas – porque era lo suficientemente astuto como para no dejar señas visibles - Leticia recibía anillos, pulseras, collares, carteras, viajes y mil ramos de flores que no sirvieron nunca para apaciguar su angustia. No podía irse. El hombre violento tiene un modo de actuar con su pareja que la hace sentir una porquería. Leticia creía que ella no era suficiente para un hombre como él, inteligente, bello, adinerado. Ella era simplemente una maestra jardinera. Amaba su trabajo pero su marido se encargaba de recordarle con frecuencia que no tenía responsabilidades como las de él, que su trabajo no consistía más que en entretener a un grupo de pibitos. Y aunque Leticia sabía que no era así, porque ella misma decía que era una enorme tarea ser parte de la formación de un ser humano en la temprana edad, terminaba por creérselo. Además, él se lo recordaba cada tanto. “Si me dejás, te mato”, solía decirle como quien dice un piropo pero ella sabía que podía ser verdad. No se animaba a hablarlo con nadie. En realidad, no tenía verdaderas amigas, sólo sus ex compañeras de estudio que casi la “envidiaban” por su marido y con la madre jamás lo había mencionado, por vergüenza, quizás.

Cierto es que en los últimos tiempos se había aplacado, con la promesa de no volver a hacerlo, pero se ve que era más fuerte que él y la violencia resurgía como un demonio encerrado. A veces no era con golpes físicos sino psicológicos, rebajándola y haciéndola sentir una basura. Leticia estaba presa. Como para hacerse perdonar de su último ataque, su esposo apareció en casa con la enésima sorpresa.

-Amor mío, tengo algo para vos. Abrí este sobre.
-¡¿Un viaje a Europa?! –contestó sorprendida.
-No sólo. Fijate bien. Incluye un crucero desde Italia. Lo que siempre soñaste...

Era verdad, siempre quiso hacer un crucero por el Mediterráneo. Roberto tenía el poder de conquistarla con esos detalles y lograba que ella pusiera las agresiones en segundo lugar. “En definitiva, si no me amara, no me regalaría este viaje”, se conformaba la muchacha.

En fin, allí partieron, después de las fiestas de Navidad y Año Nuevo que pasaron con la madre de Leticia y con amigos de él, dado que no tenía familia. Sus padres habían ya fallecido, quedándole sólo una hermana con la cual no se hablaba desde hacía mucho tiempo y a quien su esposa ni siquiera conocía.

Los primeros días los pasaron en Roma, visitando el Coliseo, el Vaticano – él era muy católico – y comiendo pizza Margherita en las veredas de Vía Veneto. Aunque no se atrevió a comentarlo, a Leticia no le gustó la gran antigua ciudad. No se sentía cómoda. Demasiado barullo, mucha historia, eso sí, pero ella que no entendía nada de arte ni de historia estaba más ilusionada con ver el turquesa del Mediterráneo que con visitar museos. Por fin llegó el día de ir a Civitavecchia, a una hora de Roma, donde la Costiera Carina los estaría esperando. Le gustaba cómo sonaba. Costiera era el nombre de la empresa, la más importante del mundo en cuanto a cruceros se refería. Carina – como recordaba de su curso de italiano en la Asociación Dante Alighieri de Buenos Aires – significaba bonita y era el nombre de la nave más grande de la flota Costiera. El crucero visitaba Olimpia, Rodi, Santorini y Mikonos, en Grecia, luego Alejandría en Egipto y retornaba a Italia pasando por Palermo.

Leticia no podía creerlo. El sólo hecho de ver la nave de cerca la dejó sin habla, ese monstruo blanquísimo de tantos pisos que no llegaba ni a contarlos – pero sabía que eran diez - y su orgullosa proa con la bandera italiana flameando, con la letra “C” distinguiéndose en la chimenea. Tenían razón quienes la definían como una ciudad flotante.

Embarcaron a las tres de la tarde, ya que la nave partía a las seis. Entraron al buque por una pequeña puerta de lo que parecía de cerca una pared recortada en el hielo por su blancura y enormidad. Desde allí, en ascensor hasta el piso ocho o el ‘puente ocho’, como decían en lenguaje de crucero, a la lujosa cabina con un ventanal hacia el balcón que daba al mar y detalles de fineza y buen gusto como cortinados, acolchados en telas suavemente coquetas, televisión, conexión de Internet y frigobar. Lo único que la distinguía de la habitación de un hotel que estuviera en la costa, era que el placard tenía dos chalecos salvavidas de ese vivo color naranja. Hasta el momento de zarpar, decidieron recorrer la ‘ciudad Carina’.

En el último piso, del lado de la proa, tenía una de las grandes piletas de natación, rodeada de innumerables reposeras distribuidas en diferentes escalones. El tobogán con sus curvas recordaba una gran serpiente regenteando la zona de descanso. Claro que era invierno y no podrían disfrutar de este lugar pero del lado de la popa, encontraron otra piscina, cubierta con un techo tan transparente que daba la sensación de estar al aire libre. El jacuzzi borboteaba tentador y ya había personas disfrutándolo.

Estaban recorriendo el spa que se encontraba al costado de la piscina cuando escucharon por el altoparlante que llamaban a una reunión informativa en el teatro, puente tres. Para llegar tomaron uno de los cinco ascensores panorámicos que atravesaban la nave por dentro, dando la increíble sensación de estar deslizándose entre un lujo de colores y arte que decoraban cada rincón. Aterrizaron en uno de los tantos bares, que tenía hasta palmeras que recordaban su nombre, Caribbean Bar. Para llegar hasta el teatro, siguieron recorriendo entre negocios de joyas, ropas elegantes, perfumerías, accesorios, juguetes para niños, en fin, que parecía un shopping. El corredor cambió de color y se desplegó ante ellos el imponente teatro, que ocupaba tres pisos. Una mujer que se presentó como Amalia, directora de actividades, repetía instrucciones e información en seis idiomas. Una verdadera ciudad flotante necesitaba de una organización precisa, para lo cual contaban con 1.100 personas en la tripulación. Amalia explicó que los 3.200 huéspedes se dividían en dos turnos para la cena en dos restaurantes distintos, cada uno de dos pisos. El teatro ofrecía espectáculos todas las noches, antes o después del turno de la cena. También informó que existía una tarjeta con la cual se podía pagar todo, acumular una cuenta y abonarla el último día. Con la excusa de dejar en claro el funcionamiento de la tarjeta, que evitaba andar por la nave con cartera o billetera, Amalia fue mencionando todos los servicios a bordo: salón de belleza, gimnasio, spa, biblioteca, y hasta una capilla para quien quisiera rezar a los dioses del mar. La nave contaba con once bares, con música y bailes por las noches. Evidentemente, había mucho que hacer allí arriba. Daba ganas de no bajar nunca y quedarse allí a lo largo de la semana. Leticia iba haciendo una nota mental de todo lo que tenía por recorrer. ¡Estaba entusiasmada! Si tan sólo Roberto fuera menos agresivo...

Mónica Gómez

Continúa aquí con Mar Turquesa – Capítulo 2

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