Un relato inquietante de una experiencia que podría ser verdadera o quizás no. Está al lector decidir.
La fiesta de las fogatas
Yo tenía razón, el frío calaba hasta los huesos, traspasando todas las capas de lana que tenía encima. Pero Gaetano había insistido con llevarmos a ver las famosas fogatas de Nusco. Hacía pocas semanas que estaba en Italia, con mi marido e hijito, emigrados de Buenos Aires, gracias a la sangre italiana de mi cónyuge. Por invitación de unos parientes suyos, fuimos a parar a un pequeño pueblo del sur, perdido entre montañas frías e imponentes.
¿A quién se le ocurre hacer una fiesta por las calles, de noche, en pleno invierno? –me quejé para mis adentros, para no herir susceptibilidades.
-Nos vamos a morir de frío –fue mi primera respuesta a la invitación.
-No, no –insistió Gaetano-. Para eso se hacen las fogatas, para calentarse.
Creo que usé toda la ropa que había traído para cubrirme y otro tanto hice con mi hijo. Nusco está a 900 metros de altura y es diminuto como un pañuelo, sobre todo a mis ojos de porteña. Claro que es dulcemente pintoresco, con sus calles de piedra, sus viviendas decoradas con madera, esparcidas entre los pocos negocios de puertas arcadas. En efecto, cada cien metros se elevaba una enorme fogata rodeada de stands y kioscos donde se vendían desde salame y quesos hasta platos calientes de arroz y carne. Me resultaba divertido ver a la gente comiendo sin sacarse los guantes, y a los saltitos, en el intento de llevar un poco de calor al cuerpo. En medio de esa degustación social, hizo su aparición una banda de músicos y bailarines con trajes típicos al son de una canción en estricto dialecto nuscano, que vaya a saber uno qué decía. A juzgar por la comitiva, formada por gente de todas las edades – desde niñitos hasta ancianos- las notas musicales y el texto traían una algarabía que centelleaba como las chispas azules y rojas que emanaban del fuego.
-Vengan que los llevo a una zona donde hay una vista increíble del valle, todo iluminado –propuso Gaetano.
Encaminados hacia la plaza principal, pasamos por delante de la iglesia, que estaba abierta, como solía suceder cada vez que había fiesta, para quien quisiera agradecer a Dios por las delicias de la vida pueblerina. Allí en frente de la iglesia, Gaetano se internó en un angosto callejón y nosotros lo seguimos. Mi marido fue adelante con mi hijo y yo me rezagué para sacar unas fotos de la torre iluminada de ‘Santa María Assunta’. Cuando me di vuelta, el grupo había desaparecido, quizás por la curva que alcanzaba a vislumbrar al final de la calleja.
Una neblina espesa me envolvió mientras seguí caminando. Una alarma de preocupación resonó en mi interior. Lejos flotaban los sonidos de la fiesta, como si hubiera entrado en otra dimensión. Miré a los costados entre la negrura y la nube de humo a las casas bajas y muy cerradas. Un pequeño farol prestaba un poco de luz a la escena fantasmagórica que me hizo sentir inmersa en una película de Sherlock Holmes. Tuve que recordar que no estaba perdida en una gran ciudad, ¡aquí no existía peligro! Nada puede pasarme –me dije a mi misma, mientras la calle se curvaba a la derecha. La decepción fue enorme cuando no vi a nadie, pero seguí caminando. ¿Dónde se habían metido? Apuré el tranco, notando mi respiración agitada y mi cuerpo tenso que se había olvidado totalmente del frío. Tuve la sensación de que algo sucedía, a pesar de que no parecía haber un alma en esas casas que bordeaban la calleja. Fue en ese momento que sentí el ruido de una ventana que se abría de par en par a mis espaldas, y escuché una voz exclamando algo inentendible. No sólo no me atreví a mirar sino que el susto me empujó a salir corriendo. Al llegar al final, doblé hacia la izquierda y ahí los vi. Me acerqué a ellos mientras mi marido , conociéndome, se reía con ganas.
-Seguro que te asustaste en esa callecita oscura, ¿no?
-Y sí, ¡encima con esa neblina!
Gaetano nos escuchaba con un gesto serio.
-Dicen que hace muchísimo años –contó-, en ese callejón, hubo una pelea entre borrachos y uno terminó matando al otro. Desde entonces, nadie quiso vivir en esta calle y las casas están abandonadas.
-Pero yo escuché... –comencé a balbucear.
-¿Qué cosa escuchaste? –preguntó preocupado.
-Nada, nada, supongo que eran ruidos de la fiesta. Mostranos el paisaje del valle.
-Sí, sí, vengan por acá.
No me atreví a contar, porque no había tenido el coraje de darme vuelta a mirar. De todos modos, hace quince años que vivo en la zona y jamás volví a Nusco para la fiesta de las fogatas.
Mónica Gómez
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