Flores para la maestra III ~ Mónica Gómez

Después que Lucy, sospechosa del asesinato de su amiga Sole, quedara libre por falta de pruebas, sale a la luz que el novio y el padre de la desafortunada muchacha mantenían cierto tipo de negocios turbios. La investigación vuelve a surgir cuando la policía recibe una llamada de una vecina, Graciela Ibañez, que desentraña un desenlace sorprendente, con un detalle final aún más inesperado.

Si no has leido la primera y segunda parte comienza aquí: Flores para la maestra I

Flores para la maestra III

A las pocas horas, Graciela, su marido y su hijito de ocho años estaban frente a los investigadores.

-Vivimos en el departamento de enfrente, y anoche mi hijo estaba viendo con nosotros el noticiero. No es algo que hace normalmente, no nos gusta que mire las noticias, pero anoche cenamos más tarde de lo habitual y lo vimos. Cuando pasaron las noticias con respecto a Soledad, mi hijo dijo... –la madre lo miró con ternura- deciles, mi amor, lo que nos dijiste a nosotros.
-Yo lo vi al novio de Sole –dijo casi en un murmullo.
-Contanos –se acercó una mujer con mucha dulzura.
-Fue el día que le llevé las flores a la maestra porque era el cumpleaños –continuó, mirando a la mamá.
-Sí, eso fue el mismo día que Sole... bueno, el día de la tragedia –afirmó Graciela-. Seguí, mi amor.
-Yo salí, cerré la puerta y caminé para tomar el ascensor y en ese momento, bajaba del ascensor el chico ese que estaba en la tele –dijo el nene, más confiado.
-¿Éste? – preguntó un oficial mostrándole una foto.
-Sí, éste –sonrió satisfecho-. Sole le abrió la puerta y me dijo qué lindas eran las flores. Yo le dije que eran para mi maestra y tomé el ascensor.
-¿Qué hora era, señora?
-Eran exactamente las ocho menos diez que es la hora que pasa el micro. Él baja solo y yo lo controlo desde el balcón.

Como si la declaración del nene fuera poco, en esos mismos días encontraron la almohada. Estaba en un baldío enfrente de la casa de los padres de Sole.

-Fue un accidente –confesó finalmente Sebastián- no quise hacerlo pero enloquecí.
-¿Usted fue a verla a esa hora?
-Sí, nos pusimos a hablar, empezó con que quería experimentar cosas nuevas, que quería dejarme. Ya me había hablado de esa locura, porque era una locura, yo la amaba de verdad, quería casarme con ella. Y me contó lo del obrero. ¡La quise matar!
-Y la mató...
-Sí...-dijo compungido- agarré la almohada y se la puse en la cara, no medí lo que estaba haciendo...
-¿Y qué pasó después?
-Lo primero que hice fue llamar a Francisco y él se encargó de todo.
-¿De todo qué?
-Él es un gran hombre de negocios.
-Sí, lo sabemos, ¿y?
-Usó sus influencias y mandó a un médico forense amigo suyo para que declarara un horario de muerte que culpara a Lucy. Hasta se encargó de la almohada, que yo no sabía qué hacer. Francisco me defendió porque tenía miedo que se descubrieran sus chanchullos.

Se descubrió que Francisco estafaba a incautos inversores que recurrían a él para ubicar sus ahorros. Les prometía la compra de unos bonos extranjeros que daban intereses muy altos. “Éstas son las inversiones que hacen los millonarios”, solía decir a sus víctimas. Decía que en cuatro años se doblaba el capital. De hecho, durante dos años les pagaba un interés equivalente a la mitad del capital, para dejar a la gente contenta y que lo recomendaran a otros amigos. Al cabo de dos años, empezaba a decirles que el país en cuestión, el de los bonos, que por precaución no podía mencionar, sufría una crisis y en definitiva, los bonos se habían perdido. Gracias a él y sus manejos financieros –decía- podían recuperar el diez por ciento del capital invertido. De este modo, él se embolsaba el cuarenta por ciento del capital. La trampa estaba muy bien preparada. Surgieron más de cien inversores a quienes había engañado y robado. Si bien era un ladrón profesional, todo esto palidecía ante su otro gran crimen: ocultamiento de homicidio.

-Cubrió al asesino de su propia hija.
-Mi hija ya estaba muerta cuando me llamó Sebastián, no había nada que hacer. Tengo a mi esposa y cuarenta y cinco personas que trabajan para mí. No podía dejar que esto trascendiera. Hice lo que pude, saqué la plata de Sebastián de una cuenta y la puse en otra pero la financiera es muy hábil –dijo con bronca refiriéndose a la policía-. Fallé. Fallé como economista –agregó poniéndose las manos en la cabeza.

Del otro lado del espejo estaba su esposa.
-¡No! –se escuchó un grito ahogado- fallaste como padre, como hombre, como todo.
Cuando vio que lo sacaban, Patricia salió corriendo a enfrentarlo.
-¡Amor mío! –exclamó él.
-¿Amor? –gritó Patricia-. Me das asco. ¿Cómo te atrevés a decir que tenés esposa? Vos no existís más para mí. ¡El Francisco que yo conocí no existe! Me pusiste una venda en los ojos.
-Pero-
-Callate, porque no tenés nada que decir. Sos una mierda de persona, me avergüenzo de no haberme quitado esa venda. Lo único que te importó siempre fue el dinero.
-Es que quise proteger a Sebastián. Se equivocó, no se midió, pero ella lo provocó, le dijo que quería dejarlo.
-¿Qué decís? –contestó desgarrada.
-Vos sabés cuánto lo quiero, como a un hijo –lloró-. Sabés que siempre quise un hijo varón.
-¡Estás loco! –aulló Patricia con todo su dolor-. Sebastián mató a nuestra hija. ¡No! A mi hija –corrigió- nunca fue tuya, por lo que veo. –Hizo una pausa-. Fallaste como hombre, como padre, como todo. Sólo una cosa puedo decirte –dijo con calma mirándolo a los ojos- que Dios te perdone.

Se dio media vuelta y empezó a caminar por el pasillo mientras a Francisco lo llevaban hacia el lado opuesto.
-¡Patricia mía! –su grito rebotó en las paredes huecas de la cárcel, mientras se dio vuelta y miró al policía que lo llevaba sujeto del brazo-. ¡Ah, mujeres! Nunca entienden nada de nada.

Patricia fue a la casa de Lucy a pedirle perdón a ella y su familia. Fue un momento de mucha emoción para todos. La madre de la pobre Sole admitió que ella también había caído en la trampa de creer lo que querían hacerle creer. Hablaron de cómo Francisco jamás había realmente querido a su única hija. Jamás participó en nada de su vida. Nunca asistió a una reunión de padres en la escuela, por ejemplo. Decía que la educación de los hijos – y sobre todo de una hija mujer – era una pavada que tocaba a la madre. Machista como era, sufría la frustración de no tener un hijo varón a quien poder moldear a su imagen y semejanza, por eso se había encariñado tanto con Sebastián. Su carácter machista también hacía que jamás compartiera nada de sus negocios con su mujer, que estaba afuera de todo eso. “El dinero no es cuestión de mujeres”, solía repetir. Se supo por algunos colaboradores de Francisco, que tenía varias amantes con las cuales gastaba el dinero que robaba.
Lucy y sus padres comprendieron perfectamente a Patricia y la perdonaron como homenaje a Sole.

-Yo te quiero mucho, te conozco de toda la vida, sos como una segunda mamá para mí –le dijo Lucy.
-¡Gracias, gracias! No sé cómo pude haber estado tan ciega –lloraba Patricia.
-No importa, ya pasó. Podemos vernos cuando quieras –aseguró Lucy.
Ambas mujeres se dieron un abrazo que simbolizó el amor que compartían por Sole.

Lucy a su vez, le pidió perdón a Daniel.
-Disculpame, siempre ese prejuicio ridículo.
-No te preocupes, estoy acostumbrado –contestó Daniel con una mueca de sonrisa.
-Bueno, pero no te lo merecés.
-Gracias. Lo lamento tanto por Sole, en los pocos minutos que pasé con ella, me pareció muy buena persona.
-Ah, sí, tal cual –sollozó su amiga.

Finalmente se hizo justicia y Sole tuvo su funeral, al cual asistieron, de la mano, Patricia, Lucy y Daniel.

La sala estaba llena de gente. La capilla ardiente donde se había montado el ataúd parecía un jardín de invierno de tantas flores que había. En un momento en que no había nadie, Lucy entró sola. Acarició la madera lustrosa, tomó la foto de esa Sole sonriente que ella tanto conocía y la llevó a su pecho. Cerró los ojos, la separó y la besó en los labios.

-Sí, lo confieso, estaba enamorada de vos, y lo sigo estando –murmuró con un hilo de voz que se ahogó en un sollozo.

Apoyó la foto otra vez en el ataúd mientras un escalofrío le recorría el cuerpo. Tiró un beso al aire y se quedó en un rincón, envuelta en su pena.

Mónica Gómez

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