Un día ~ Mónica Gómez

Un relato simple, que lleva al lector por los canales de Venecia, viviendo la experiencia de una pareja enamorada.

Un día

Después de saborear el magnífico desayuno en el salón del hotel mirando hacia el Canal Grande, volvieron a la habitación y mientras se cambiaban la ropa, se miraron y echaron a reír.
Sin vueltas, se tiraron en la cama e hicieron el amor una vez más. Quizás era el aire veneciano que entraba por la ventana, lo cierto es que se entregaron con tanta pasión que ni ganas de levantarse tenían. Pero lo hicieron. Al fin y al cabo estaban en la ciudad de agua tan soñada por ambos. Hacía cinco años que llegaron a Barcelona, escapados de la crisis argentina del 2001, a trabajar con unos parientes de él que les ofrecieron la posibilidad de una vida más digna. El casamiento había sido simplemente una necesidad burocrática para obtener la ciudadanía y desde ese momento cultivaron el sueño de conocer Venecia.
Finalmente lo estaban viviendo y es por eso que se vistieron rápido para espantar cualquier nueva tentación del cuerpo y salieron del hotel rumbo a la Plaza San Marcos. Subieron cada puente, algunos corriendo, se pararon en otros, sacaron mil fotos y filmaron. El sol les regalaba una luz mágica que jugueteaba con los espejos de agua que aparecían a cada rato. Hasta los pequeños negocios eran atractivos, sólo para ver, claro, ya que obviamente todo era carísimo. Cuando llegaron a la Plaza, ella recordó el famoso Hotel Cavaletto donde había estado con sus padres tantos años atrás, lo buscó, lo encontró y se emocionó tanto que le caían las lágrimas. Recordó también como jugaron sus padres con las palomas de la plaza que se les subían a la cabeza, provocando miedo en su mamá que no dejaba de gritar “¡Sáquenme estas palomas de encima!” mientras ella la filmaba y su papá moría de risa.

La música llenaba de aroma a café la plaza entera. Se sentaron en una mesita redonda cerca de la arcada para escuchar mejor a la orquesta que tocaba melodías conocidas. Tomaron un capuchino a la italiana y le dieron de comer a las hambrientas palomas. No podían creer que el sueño se hubiera cumplido. Luego hicieron la cola y subieron al Campanile. Siempre les gustó ver las ciudades desde lo alto. En este caso, después de trepar esa infinidad de escalones, vieron como la ciudad parecía un patchwork de agua y rojo por las tejas de los edificios venecianos.
Bajaron, pasaron por delante de la Basílica pero no entraron porque esta cola era interminable. Quizás al día siguiente, hoy era sólo el primero. En cambio, caminando hacia el canal que se abría magnífico y doblando a la izquierda, subieron el enésimo puentecito y se encontraron ante el famoso Puente de los Suspiros, donde se sacaron una foto especial con un modelo enmascarado para divertir a los turistas. La creencia popular es que el nombre hacía alusión a algún evento romántico pero ella sabía que tomaba su nombre por otro motivo. Este puente unía dos enormes edificios que en la antigüedad pertenecían a la cárcel y por este puente pasaban los condenados a muerte que veían por última vez el canal, dejando allí sus suspiros.

Ahí mismo hicieron un alto y almorzaron delante del Canal Grande. Para no perder mucho tiempo, comieron un exquisito panino di mozzarella que pagaron como si hubieran almorzado cuatro personas en un restaurante de su natal Buenos Aires. En cuanto terminaron, se treparon a una góndola, el símbolo perfecto del sueño cumplido. Con su sombrero de paja y su traje típico, el gondolero los paseó por los canales y les cantó canciones napolitanas mientras ellos surcaban esas aguas concientes de la maravilla que estaban viviendo.
Dejaron la góndola en el Puente de Rialto y lo recorrieron subiendo y bajando sus escalones llenos de negocitos. Y aquí sí que compraron. Se tentaron en un negocio de cristal de Murano donde él le regaló una pulsera diminuta pero brillantísima. En definitiva, él nunca había podido regalarle algo de mucho valor y este era un momento muy especial que ameritaba un recuerdo particular. Internándose en las pequeñas callejuelas, cruzaron mil puentes, visitaron iglesias, rezaron y apreciaron obras de arte, aunque no entendieran lo que estaban mirando. Lo estaban apreciando, sintiendo con el corazón.
Volvieron al hotel y se tiraron en la cama. Tomados de la mano se divirtieron pensando que si esperaban un minuto más, no volvían a salir, así es que agarrando impulso, se levantaron, se bañaron, se vistieron elegantes y fueron a comer a un restaurante argentino. Aunque la ‘parrillada’ que tenía unos míseros pedacitos de carne y un par de chorizos, costó setenta euros, fue como re visitar su propio país que nunca olvidaban. Hablaron en español con los dueños, comieron empanadas, bebieron vino de Mendoza y compraron alfajores y dulce de leche. Cuando se llenaron el alma de argentinidad, caminaron de vuelta hasta el hotel riéndose por las calles oscuras y húmedas de esta ciudad que los enloqueció.
Entraron al hotel, subieron al ascensor y miraron el reloj. Era pasada la medianoche.
En un solo día, habían vivido ese amor que se profesaban dentro de ese espectacular escenario que es Venecia.
¿Qué más podían pedir?
Había algo más. Siempre hay algo más cuando uno se da permiso para soñar y tiene las agallas de manifestarlo.

-Tengo un regalito para vos –dijo ella con una enorme sonrisa y un brillo especial en sus ojos.
-¿Para mí? –contestó su esposo abriendo el brillante papel de colores que dejó en evidencia un babero que decía: ‘Mi papá es alucinante’.

Las lágrimas de los futuros padres se entremezclaron con las aguas cadenciosas de los canales. A veces, la vida puede ser maravillosa.

Mónica Gómez

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