Elenita ~ Mónica Gómez

Hoy Mónica nos presenta un relato simple con un dulce misterio que se devela sólo en un sorprendente final.

Elenita

-¿Quién podrá ser a esta hora? –se preguntó mirando el reloj que mostraba las siete de una tarde otoñal. Se dirigió a la puerta y, a la vez que preguntaba quién era, abrió, ya que ésa era la costumbre en este pueblito donde todos se conocían y no existía el peligro. Nadie. No había nadie. Pensó que se trataba de alguna broma de parte de los chiquillos de la cuadra. Elenita volvió a su tejido y su programa de TV. Tenía 72 años pero todos la llamaban con el diminutivo de su nombre. Sería por su dulzura y sus ojos chispeantes que la hacían parecer una niña.

El golpe en la puerta se repitió por otros cinco días consecutivos, sin que encontrara nadie hasta que el sexto días encontró una rosa en el umbral. Y así los días siguientes. Decidió montar guardia para saber de quién se trataba. Cuando a las siete en punto se paraba en la ventana al lado de la puerta, no venía nadie. En cuanto se distanciaba, luego encontraba la rosa.

-Tienes un admirador secreto, Elenita –reía su vecino y amigo David.

-Ay, por favor, una viuda como yo con un admirador… - se sonrojaba.

-¿Qué tiene de malo? Yo también soy viudo y ¡me encantaría tener una admiradora!

-¿Quién será? Mi amiga Ernestina sospecha del carnicero.

-Yo sospecho de Raúl, el diariero, que hace poco se separó –argumentó David-. Si quieres puedes ir al club social, entrar a donde todos los viejos del pueblo jugamos a las cartas y preguntar quién es.

-¡Tú sí que tienes cada idea! –rió Elenita-. Quizás es sólo un momento, y ya pasará y no lo sabré nunca.

Sin embargo, no fue un momento. Las rosas seguían apareciendo todos los días. Después de sentir el golpe en la puerta, las recogía y las ponía junto con las anteriores. Cada tanto tiraba las marchitas y se quedaba con las nuevas. Su pequeña casa se impregnó de un delicioso y dulce perfume. Ella se sentía halagada. Quizás era mejor así, que el admirador no se hiciera presente porque ella no hubiera sabido qué hacer. Sí, sí, así era mejor. Sólo que su curiosidad era enorme. Cuando iba a la carnicería, con cuidado observaba las reacciones de Don Sabino a ver si descubría algo, una mirada o una palabra, o un gesto. Lo mismo hacía cuando pasaba por el puesto de diarios. Pero nunca obtuvo una indirecta clara. Ambos la trataban con mucho afecto, pero en definitiva, todo el pueblo lo hacía. Era una vecina apreciada. Con David y Ernestina se divertían a inventar historias de quién podría ser y hacían enojar a Elenita, que le daba mucha vergüenza que sus amigos le tomaran el pelo.

-Al final, no tendría que haberles contado nada –les decía.

-Nos hubiéramos enterado igual! –reía David.

-En este pueblo todo se sabe –acotó Ernestina.

-Sí, todo, salvo quién es tu admirador secreto –volvía a reír David-. ¿Desde hace cuánto ya?

-¡3 años! –exclamó Elenita.

Un día la despertó la sirena de una ambulancia a las 4 de la mañana. Asustada y envolviéndose en su bata, salió a la calle. David había tenido un infarto, había llamado a su hija y ésta lo estaba llevando al hospital. Alcanzó a ver a su amigo en la camilla ates que cerraran las puertas traseras.

Lamentablemente, David falleció en el trayecto y no hubo nada que hacer. Sus amigas quedaron desoladas. El primer día, y por una semana, no hubo rosa. Elenita agradeció, pensando que su admirador secreto respetaba su duelo. Pero pasaron los días y las semanas sin golpes a la puerta ni rosas.
Cuando se marchitó la última rosa, sólo en ese momento por fin comprendió.

Mónica Gómez

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