El precio de las rosas ~ Mónica Gómez

Mañana, 25 de noviembre, es el Día Internacional contra la Violencia de Género. Como homenaje a la fecha, Mónica Gómez nos lleva a preguntarnos si el amor a sí misma podría hacer frente a esta horrible forma de violencia. Este relato es su respuesta.

El precio de las rosas

Miró por la ventana hacia las dos rosas rosadas y el pimpollo que, orgulloso de su fuerza de recién nacido, mostraba un color rojo que le recordó los ramos que su padre le traía a su madre religiosamente la mañana siguiente. Nunca lo entendió pero simplemente ocurría.

Acovachada debajo de la frazada de Disney que le había regalado su madrina, escuchaba los gritos de él. No distinguía las palabras. Si hubieran estado escritas, parecerían borroneadas, pero su voz rasposa y fuerte resonaba en sus pequeños e indefensos oídos. A mamá se le escuchaba un llanto sordo y los innumerables: “basta, por favor, basta”. Después era cuestión de esperar y la mañana siguiente, al llegar de la escuela, encontraba a mamá con una enorme sonrisa.

-Mirá qué lindas rosas me regaló papá.

Miranda asentía, por pena y porque no hubiera sabido qué otra cosa hacer. Pero desde entonces que odiaba las malditas flores.

Ella tuvo más suerte que su madre. Cuando cumplió 17 años por fin sobrevino el divorcio. Él se enamoró de una borracha como él y se fue sin muchos miramientos. A mamá le costó, cosa que a ella le parecía increíble.

-Pero ¿qué podés extrañar de él? –preguntaba cuando la veía tirada en el sillón con un rictus de amargura.
-No sé... ¿las rosas?
-No seas ridícula, mamá, ¿qué precio tenían esas rosas?
-Tenés razón, hijita, aprendo más de vos que vos de mí.

Miranda se hizo mujer cargando con todas las difidencias de una criatura que había vivido esas experiencias, pero a su vez con una fuerza arrolladora que le dio el hecho de ver lo que la agresión repetida había provocado en su madre, que nunca más volvió a creer en ella misma. Y en ese estado seguía encontrando hombres que la maltrataban, no necesariamente desde lo físico, pero sí desde lo psicológico, haciéndola sentir que no valía nada.

No es de extrañar que Miranda, apenas terminado el secundario, haya estudiado la carrera de asistente social.

-Vos lo que querés es ayudar a tu mamá –la interpeló una vez una compañera.
-Sí, es cierto, lo reconozo. ¿Y? ¿Qué tiene de malo? Mi mamá es la persona más importante de mi vida, y si voy a ayudar a otras personas, primero tengo que hacerlo con ella misma.

A instancias de su hija, Nilda empezó a hacer terapia y mirarse por dentro la ayudó a tomar responsabilidad por su propia vida. Miranda, por su parte, se recibió y se dedicó de lleno a ayudar a mujeres golpeadas. Conociendo lo que se vive a través de su madre, pudo ofrecer herramientas a muchas mujeres necesitadas de salir de ese infierno tan oscuro como real.

Era una tarde de primavera, de ésas que cuando baja el sol todavía se siente frío. Miranda y Nilda estaban en el living mirando una película cuando las sobresaltó el timbre. Nilda fue a atender creyendo que era una vecina que solía pasar a charlar un rato, mientras Miranda aprovechó para preparar café. No pudo creer lo que vio por la mirilla. Habían pasado doce años desde aquella mañana en que salió de la casa para siempre. Y, sin embargo, ahí estaba, con aspecto impecable y un ramo de rosas en la mano.

-¿Qué hacés acá? –atinó a decir mientras, sin realmente decidirlo, abría la puerta.
-Hola, querida, vengo a pedirte perdón.

Desde la cocina, Miranda sintió acelerar su corazón al escuchar la voz de su padre. Había recorrido tanto camino y sin embargo esa voz, que conservaba la aspereza de siempre, le provocaba aún todos los sentimientos que creía haber superado. Se quedó dura, escuchando.

-¿Perdón? ¿Después de todos estos años?
-Sí, mi querida, porque nunca te olvidé. Por favor, aceptá estas rosas.
-¿Vos tenés idea de todo el daño que nos hiciste, a mí y a la nena?
-Sí, sí, lo sé –respondió bajando la mirada en gesto compungido. Yo también lo pasé muy mal porque no me lo puedo perdonar a mí mismo.
-Ah, mirá vos, pobrecito –no pudo evitar soltar Nilda mientras seguía apoyada en la puerta sin hacerlo entrar.
-No, no es que busque tu lástima. Simplemente tu perdón. Por favor, aceptá estas rosas –repitió.

En la cocina, Miranda cerró los ojos. No, otra vez con esas malditas flores. Hubiera querido aparecer y hacerle comer cada una hasta hacerlo atragantar con las espinas. Pero sabía que ésta era una cuestión pura y exclusivamente de su madre.

-Por favor, aceptá estas rosas –escuchó la insistencia.
-Yo sufrí tanto, todo ese maltrato, los golpes, incluso las disculpas –sollozó la mujer sofocada entre sus sensaciones.
-Sí, lo sé...
-¡No, no lo sabés! –exclamó Nilda de repente-. No sabes de la impotencia, de creerse una mierda, de sentir que no valés nada –su voz sonaba segura y fuerte.
-Estas rosas... –murmuró él extendiendo el brazo.
-Esas rosas –interrumpió contundente- tienen un precio muy alto para mí, altísimo, que ya no estoy más dispuesta a pagar –continuó Nilda con una dignidad que hizo enorgullecer a su hija, que seguía orillando desde la cocina-. Mirá –agregó con voz confiada-, yo no quiero vivir mi vida atada a ningún tipo de sentimientos que me una a vos, ni siquiera la bronca. Por eso te perdono. Y quiero que te vayas y no vuelvas nunca más. Gracias por las rosas, pero no las necesito. Te las podés llevar con vos.

La mujer habló con tanta determinación que él simplemente bajó la cabeza y se marchó. En cuanto la mano temblorosa de Nilda cerró la puerta, Miranda corrió hacia ella y se acoplaron en un abrazo de alivio y lágrimas que terminó de transformar el dolor de tantos años en una sensación de mejora y esperanza.

Ahora Miranda, asomada a la ventana del consultorio que daba a un jardín interno, sonrió agradecida. Nunca más un ramo de rosas.

Mónica Gómez

Imagen pintura: Kevin Hill

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