Licor de Melón ~ Mónica Gómez

Con estas palabras – por momentos graciosas - la autora nos pinta una clara impresión de la forma de ser y pensar de los habitantes de un pequeño pueblo italiano. (Cualquier parecido a la realidad, ¡es verdad! 🙂 )

Licor de melón

Apenas entró al mini mercado, Marcela buscó al señor que estaba detrás de la caja.

-Buen día, ¿tiene meloncello?
-Usted dice lemoncello –sonrió amablemente.
-No, yo busco meloncello, igual que el lemoncello pero hecho con melón.
-Ah, sí, meloncello dice usted –seguía sonriendo.
-Exacto –contestó Marcela pensando que era eso lo que ella había pedido desde el inicio.
-No, mire, tengo un licor de mango...
-No, no.
-O vodka con melón...
-No, yo busco meloncello –repitió.
-No, no tengo, pero se lo puedo encargar.
-Ah, muy bien. Y cuándo-
-Usted no es de acá, ¿verdad?

Desde que vivía en este pueblito perdido del sur de Italia, Marcela ya conocía la cantinela de memoria, la que comenzaba cuando escuchaban que hablaba con acento. Pero antes que pudiera contestar el señor volvió a interrumpir.

-Buen día, doña Caterina –saludó a la viejita enlutada que acababa de entrar.
-Buen día, Giuseppe, ¿cómo anda?

La viejita de negro de pies a cabeza era una copia fiel de las varias que pululaban por la calle, incluso con pañuelo negro cubriéndoles el pelo. No, no se trata de mujeres árabes sino que todavía se usa el luto riguroso durante un año o más, de acuerdo con quien sea el fallecido.

-Y... acá andamos, trabajando –contestó el señor, con ese dejo de lamento que siempre usan con respecto al trabajo. O se quejan por no tenerlo o se quejan por tenerlo-. Le estaba preguntando a la señora de dónde es –continuó, señalando a Marcela.

-Soy de Argentina pero vivo acá hace ocho años.

La viejita se dio vuelta y miró a Marcela como si hubiera visto un extra -terrestre.

-¿Vive acá? –dijeron casi al unísono-. ¿Dónde?

No podía ser que ellos, nacidos allí, no supieran que había una extranjera usurpando su pedazo de suelo. No fue fácil explicar, nunca era sencillo decir donde vivía alguien en este lugar donde nadie conocía el nombre de las calles pero Marcela, como siempre, lo intentó.

-A tres kilómetros de acá, en la Fontana della Petra.

Giuseppe entendió enseguida pero la viejita frunció el entrecejo, lo miró y dijo una frase que Marcela no entendió. Era en dialetto, el famoso idioma incomprensible que cada pequeño pueblo italiano usa para comunicarse entre sí. Marcela intentó aprenderlo cuando recién llegó pero después se dio cuenta que cambiaba con sólo alejarse diez kilómetros y con eso desistió. Además, si usaba palabras del dialetto, la miraban muy raro. Cuando una vecina se le quejó diciendo: “ah, no, o hablás dialetto o hablás italiano”, Marcela decidió formalmente mandar el dialetto a fancullo. Y no lograba entenderlo. Los ancianos, sobre todo, apenas conocían el italiano. Todo un problema lo del idioma, porque Marcela sabía perfectamente el italiano pero parecía que nadie hacía el esfuerzo de hablarlo delante de ella, cosa que la irritaba sobremanera. Comparaba con sus compatriotas argentinos. Jamás un argentino hablaría lunfardo delante de un extranjero, salvo que quisiera desairarlo. Y si mencionara una palabra muy local, se la explicaría con una sonrisa. Pero los italianos no son así. El consuelo para Marcela era que ni entre ellos se entienden, los boloñeses con los napolitanos, por ejemplo. En programas de televisión había visto al conductor pedirle ‘traducción’ a una persona que había dicho algo en su propio dialecto. De todos modos, en este momento era claro que la vieja no había entendido dónde vivía y Marcela ya sabía que hasta que no ubicara el lugar, no pararía de preguntar.

-¿Vio donde vive Mario? –señaló Giuseppe- allá arriba...
-¿Mario Vuoto?
-No, Mario el gasista.
-Ah, el hijo de Filomena.
-No, ése es electricista-. La vieja no dejaba de fruncir el rostro entero-. No, yo digo Mario, el hijo de Soriano, el hermano del que se fue a Suiza.
-Ah, ¡sí! Ya entendí, Mario...

Eureka, la viejita entendió por fin. Miró a Marcela, asentando con la cabeza y con una leve sonrisa.

-Bueno –volvió a insistir Marcela- ¿le puedo encargar el meloncello?
-¿Y qué hace acá? –quiso saber Giuseppe ignorando la pregunta.
-Estoy acá con mi marido y mi hijo, nos vinimos después de la crisis financiera de la Argentina, del 2001.
-Ah, acá estamos muy mal –protestó la vieja.
-Sí, sí, -confirmó el señor- en unos años más terminamos como en Argentina.

Marcela se enfurecía cada vez que escuchaba eso. ¿El mismísimo dueño del mercado y de todo el edificio hablaba de crisis? Largó una carcajada.

-No, no, ustedes no saben lo que es una crisis.
-¡Cómo no! –gritó la vieja-. ¡Yo viví la guerra!
-Sí, disculpe, señora, pero una guerra es distinto. Acá estamos hablando de economía, de gobiernos que manejan mal las cosas.

Marcela se puso a explicarles la triste situación de que no había trabajo, de la hiperinflación y de la gente que perdió todos los ahorros. Y con la mención de esto último, la vieja calmó los ánimos. Los ahorros son sagrados y perderlos sería una tragedia sin igual.

-¿Y usted acá trabaja? –preguntó el señor.
-Bueno, soy escritora.
-¿Qué dijo? –la vieja volvió a fruncir el ceño mirando a Giuseppe en señal de ayuda.
-La señora escribe –tradujo.
-¿Cómo escribe, qué escribe? –miró a Marcela.
-Libros, señora, escribo libros, artículos, cuentos. -Caterina seguía confundida-. También soy profesora de inglés –agregó sabiendo que eso los iba a dejar más tranquilos.
-Ah, qué bien –comentó Giuseppe.
-¿Y su marido fatiga? –dijo la viejita usando una palabra que por suerte Marcela conocía y que significa trabajar.
-Sí, es operario en una fábrica.

Ahora sí que se calmaron y sonrieron satisfechos. Trabajar en una fábrica es lo mejor que existe para ellos. Algo de razón tienen porque las leyes laborales son muy buenas, pero Marcela no tenía esas aspiraciones y eso ya era muy complicado de explicar.

-¿Y no podría hacerla entra a usted? –dijo Giuseppe con un brillito en los ojos, como si justamente, ése fuera el sueño dorado de una escritora, profesora de inglés.
-Es que yo no podría trabajar tantas horas, por mi hijo.
-¿Cuántos hijos tiene?

La viejita se había sentado en un banquito que Giuseppe gentilmente le arrimó. Evidentemente el interrogatorio seguiría.

-Uno solo pero-
-¿Chiquito?
-Trece años pero tiene Síndrome de Down.

Era de esperarse, la cara de Caterina se llenó de frunces otra vez mientras miraba a Giuseppe, quien explicó que era ‘enfermito’.

-Ah, ¡Dios mío, Virgen querida! –exclamó la vieja- cuánto lo lamento –agregó poniéndose la mano en el pecho y dirigiéndose a Marcela como si hubiera sabido que tenía una sentencia de muerte.
-Dígame, ahora en Argentina hace calor, ¿verdad? –Giuseppe cambió de tema.
-Y sí, claro, si acá es invierno, allá es verano.
-Ah, ¡qué lindo!
-Acá nos estamos muriendo de frío –protestó la vieja.
-Bueno, pero después es al revés, hace frío allá y calor acá.

Otra vez ceño fruncido.

-Pero en Argentina nunca hace tanto frío como acá –retrucó Giuseppe.
-Sí, si, ¿cómo no? Hay lugares donde nieva, y mucho.

Marcela se sintió como tantas veces, como si estuviera dando clase de geografía en una escuela primaria. Ya le había pasado en Estados Unidos. ¿Acá también eran tan ignorantes?

-¿De qué lugar de Argentina es usted? –curioseó Giuseppe que no estaba muy interesado en el tema del clima.
-De Buenos Aires.
-¡Ah! –exclamó de golpe-. Yo tengo un primo ahí, Antonio Napolitano se llama, ¿lo conoce?

Esto también le pasaba con frecuencia. La ignorancia llegaba hasta estos extremos.

-No, mire, en Buenos Aires hay una población de-

-Vive en... espere –la interrumpió y pensó un momento- eh... San Miguel, sí, eso. Tiene dos hijos, uno es arquitecto y el otro tiene un negocio de cortinas. ¿no los conoce? – insistió.

Marcela esperó pacientemente a que terminara de hablar.

-Le decía, Buenos Aires tiene once millones de habitantes, ¿entiende?
-Ah... qué grande.
-¿Cómo se llama usted de apellido? –preguntó de golpe la vieja.
-Rodriguez.
-Ah, así que es completamente argentina –sentenció.
-Bueno, sí, yo soy argentina y mis padres también. Mis abuelos paternos eran españoles. Y por parte de mi mamá, descendiente de italianos.
-Claro, con ese apellido es totalmente argentina –repitió la vieja haciendo caso omiso de la descendencia materna italiana. Parece que la sangre que cuenta es la del padre y ser de España o de Argentina es lo mismo para ellos.
-¿Y de nombre? –quiso saber Giuseppe.
-Marcela.
-Ah, “Marchella” –corrigió la vieja marcando la “l”.
-No, señora, Marcela, mi nombre es en castellano y se pronuncia así.
-Pero acá nosotros le decimos “Marchella” –dijo casi enojada.
-Muy bien –contestó Marcela con una sonrisa. Entonces yo al señor lo voy a llamar “José” y a Ud. “Catalina”.

Mientras la vieja ponía cara de pocos amigos, se hizo un silencio que Marcela aprovechó para volver sobre el tema del meloncello. Giuseppe se comprometió a traérselo en el transcurso de la semana.

Por fin, cuando saludó y salió del negocio, miró el reloj, habían pasado treinta minutos. Por un momento, extrañó la indiferencia ruidosa de la gran ciudad.

Mónica Gómez

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