Discapacitados I ~ Mónica Gómez

Mónica Gómez nos presenta un relato policial de alta emocionalidad, donde se entremezclan el miedo, la arrogancia y el egoísmo.

Discapacitados - Primera parte

Tumbada sobre el cadáver de su marido, sus lágrimas se entremezclaban con la sangre que fluía del cuchillo clavado en el pecho. Así encontró a la pobre Estela la policía que acudió inmediatamente después del llamado de la vecina, que la sostenía por los hombros en un intento de separarla de ese horror.
-María Martínez –dijo la vecina extendiendo la mano al oficial que estaba a cargo-. Yo llame porque escuché los gritos de Estela que me golpeaba la puerta –explicó en un intento de resumir la situación.

Estela se puso de pie y se pasó una mano temblorosa por los ojos.
-Señora, ¿podría decirnos qué pasó? –comenzó el oficial inspector mientras el living del departamento se llenó de personas enguantadas que sacaban fotos y analizaban. Había un desorden general, cajones dados vuelta, una lámpara caída, los almohadones del sillón tajados, claras señales de un robo.
-Eran dos hombres –contestó acongojada Estela mientras María la sostenía y la llevaba a sentarse en una silla de la cocina-. Tocaron el timbre acá arriba y dijeron que eran de la compañía de gas, que había una pérdida en el edificio y debían controlar. No lo pensé y en cuanto entraron –se quebró, tomó aire y continuó-, empezaron a gritar que querían el dinero.
-¿Estaban armados?
-Sí, uno de ellos tenía un revólver y nos apuntaba mientras el otro buscaba. Y en un momento se fue a la cocina y apareció con el cuchillo –Estela rompió en un llanto angustioso.
-Tranquila, querida –intentó calmarla la vecina, una señora mayor con aspecto de abuela de cuento. Estela continuó.
-Mi marido decía: “no tenemos nada, no tenemos nada”, pero el que tenía el cuchillo en la mano se avalanzó sobre él, estaba como fuera de sí y se lo clavó.

La mujer estalló en un ataque de llanto incontenible mientras un paramédico le controlaba la presión y le daba algo para tomar.
-Comprenderán, señoras, que tienen que acompañarnos a hacer una declaración a la comisaría.
-Ay, inspector, ¿no podemos ir mañana? Mire como está esta mujer... –dijo la anciana.
-Sí, en realidad, sería mejor dejarla descansar por ahora. Le acabamos de dar una pastilla que la hará dormir –declaró el paramédico.
-Por supuesto que iremos mañana –habló Estela-. Por favor, oficial, prométame que agarrarán a los que hicieron esto –rogó con una mirada que cambió su llanto en odio.

Llena de dolores y dificultades, la vida de Estela no era fácil, aunque había nacido en cuna de oro. Hija única, su padre era el dueño de una importante fábrica de muebles. Su madre era la típica señora de clase alta, ocupada en la peluquería, la modista y dar órdenes a la servidumbre de su casa en el distinguido barrio de Olivos en la ciudad de Buenos Aires: la mucama, la cocinera y el jardinero que también se ocupaba de la pileta de natación. Estela fue creciendo entre la escuela bilingüe privada, el yacht club, viajes a Miami y las beldades de la buena vida. Sin embargo, no todo relucía. Quizás por la vida un tanto vacía y el marido ausente la mayor parte del tiempo, quizás simplemente por el aburrimiento que trae el tener todo servido y sin esfuerzo, su madre comenzó a beber. Y la bebida la tornaba agresiva, no con la hija, sino con el marido. Por las noches, arrebujada entre las frazadas y a pesar de las puertas cerradas, Estelita escuchaba los gritos de su madre contra su padre. A la mañana siguiente, éste aparecía con algún rasguño en la cara.
-¿Qué te pasó, papi?
-Fue Tao.
-Pero a mí no me rasguña nunca.
-Porque vos sos su amiga y te quiere mucho –era la respuesta de Osvaldo. Aunque los 10 años de Estela le alcanzaban para darse cuenta que estaban culpando al pobre gato injustamente.

Fue recién cuando cumplió 15 que finalmente sus padres se separaron y Estela se fue a vivir con su papá en un departamento que alquiló hasta poner en orden los papeles y vender el caserón de Olivos. Su madre se fue a vivir con unos parientes a una ciudad a 200 km de distancia así es que veía muy poco a su hija.

Fin de la parte 1. Continúa aquí con Discapacitados II. Síguenos en Facebook para estar al día con las novedades.

Mónica Gómez

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