Mónica Gómez nos regala un cuento donde se entremezclan el dolor y la ternura, reflejando que tanto el amor como el desamor pueden estar mucho más cerca de lo que imaginamos. Esta es la primera parte.
El Portero
Eran las 6.30 cuando Mabel apagó el despertador por segunda vez y se levantó de mala gana, volviendo a sentir esa angustia que le oprimía el pecho desde hacía cuarenta días. Cuarenta y dos para ser exactos. Se asomó por la ventana y desde el séptimo piso vio cómo la ciudad mostraba ya sus humos ruidosos y su ajetreo apurado. Pasó por la habitación de sus hijos a quienes en unos minutos debía despertar para ir a la escuela, Melanie a primer grado y Pablito ya a tercero. ¡Qué dulces eran cuando dormían! Levantó del piso la montaña de ropa sucia y la cargó al lavadero. Mientras ponía el agua a hervir, metió la ropa en el lavarropas. Cierto que ahora había menos que lavar y planchar – pensó, riéndose por dentro y felicitándose por mantener aún su buen humor.
Llevaba impreso a fuego el momento en que su marido regresaba de Mendoza, lugar donde viajaba muy seguido por trabajo y porque era su ciudad de origen. Cuando la empresa había comenzado sus negocios con esa ciudad, él mismo se había ofrecido para viajar. Le pagaban extra y de paso, podía visitar a su mamá, una de esas mujeres que ya son ancianas a los sesenta y que si no tienen enfermedades, se las inventan, con tal de tener a sus hijos en ascuas todo el tiempo. Esa noche, de hacía cuarenta y dos días, había llegado cansado como siempre pero con una expresión dura que anticipaba tormenta. Cuando los chicos se le acercaron, apenas los saludó y los mandó a su cuarto.
–Mabel, tenemos que hablar –dijo con el rostro serio.
–¿Si? ¿Cómo está tu mamá? –contestó ella creyendo que se trataba de ese tema.
–Bien, bien, como siempre, con sus achaques. Pero... es de nosotros que quiero hablar.
Mabel se sentó frente a él sintiendo una mezcla de perplejidad y preocupación. ¿Qué podría querer decirle? Alguna mala noticia referente al trabajo, seguro.
–¡Quiero el divorcio! –escupió Ricardo sin atreverse a mirarla a la cara.
–¿Cómo? –dijo Mabel con un filo de voz.
–Sí, lo que oíste. Yo lamento lastimarte de este modo, pero siempre decís que la verdad hiere menos que la mentira y yo no soporto más esta situación.
–¿Cuál? –alcanzó a preguntar en medio de un huracán que le daba vueltas dentro de su cabeza– ¿Cuál situación? –volvió a repetir.
–Estoy enamorado, profundamente enamorado de una compañera de trabajo de la empresa de Mendoza–. Ricardo hablaba mirando un punto fijo y sonreía como recordando. –Es que Silvi supo entenderme y contenerme en esas noches de soledad y pronto descubrimos que estamos hechos el uno para el otro, ¡somos como almas gemelas! ¿Entendés, Mabel?
No, Mabel no quería entender. ¿Contener? ¿Noches de soledad? ¿Acaso no estaba con la mamita? ¡No!, se ve que no, desgraciado. Y yo acá como una estúpida.
Y ahí fue cuando la congoja había decidido instalarse en el pecho de Mabel y hasta hoy no la dejaba. Desgraciado, volvió a repetir por millonésima vez mientras preparaba las tostadas. Lo habría echado a patadas esa misma noche, pero decidieron que él hablaría con los chicos al día siguiente. En definitiva, antes de que pudieran siquiera darse cuenta, el papá ya estaba viviendo en Mendoza con Silvi.
Mabel quedó destruida por la mentira, la desilusión, el dolor y – sobre todo – la tristeza de sus hijos, por no mencionar la responsabilidad que significaba ahora criarlos sola.
Los chicos se levantaron y cumplieron con los rituales cotidianos: baño, vestido, desayuno. Cuando estuvieron listos, Mabel bajó con ellos a esperar el micro. Ella seguía en bata. Total, sólo podía estar Lucho, el portero, que ya estaba acostumbrado a verla así todos los días. Tampoco era la única. La mujer del tercero también bajaba en bata a meter a la nena en el micro.
–¡Buen día, chicos!
–¿Qué hacés, Lucho? –contestó Pablito medio dormido.
–LUCHOOOOOOOO –se escuchó desde la escalera.
–Si, Rita, ¡voy! –dijo mientras le sonría a Mabel–. Mi mujer me tiene a maltraer –susurró Lucho.
Era cierto, Rita tenía un carácter fuerte y Lucho era un buenazo. Hacía como veinte años que estaban juntos. Ella había quedado viuda con veinticinco años y tres hijos cuando se conocieron. Él – aunque un par de años más joven – se había hecho cargo de la familia y los había criado como hijos propios. Realmente un buen tipo y bastante atractivo al lado de ella.
Mabel despidió a los chicos en el micro, subió y se puso a trabajar con sus traducciones. Antes lo hacía más por placer que por necesidad pero ahora su situación había cambiado y si bien Ricardo debía pasarle dinero, ya no era lo mismo.
Se sacó la bata y se quedó en camisón. Ni ganas de cambiarse tenía últimamente. Se sentía vieja y estropeada como una ropa rota y tan usada que ni siquiera le sirve a un pobre y va directo a la basura. Puso el agua para tomarse otro tecito cuando escuchó el timbre de arriba. Sería Lucho, seguro, a traerle algo de correo. En efecto, era él pero no traía nada.
–Disculpá, Mabel, ¿puedo pasar? Necesito hablar con vos, pero si estás ocupada vengo en otro momento.
–No, no, pasá. Me estaba haciendo un té, ¿querés? –dijo entrando a la cocina. Cierto que estaba en camisón pero en realidad no se veía nada, podría haber sido una solera. Y con Lucho había confianza. –Decime.
–Eh... mirá, yo no sé como decírtelo pero te lo digo así como me sale. Yo cada vez que te veo, siento que se me sale el corazón de lugar, hace tiempo que siento cosas por vos, Mabel. Sos tan linda y tan buena persona y tan dulce, y tierna...no sé como explicártelo. Ojo, no te pido nada. Te lo quería decir porque cada vez que te veo...
Fin de la primara parte. Continua aquí para leer: El portero, segunda parte.
Mónica Gómez
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