Arte: AK Westerman
Hay situaciones que, de afuera, parecen muy claras. Pero para quien las está viviendo, no es tan así. Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ésta es una de esas circunstancias, en las cuales el dolor nubla la realidad.
Ya se le va a pasar
Con la nariz metida en la copa. Así lo recibió, envuelta en una bata blanca de seda, haciéndose la estrella de cine. Le faltaba una rosa en la mano para completar el cuadro. No lo pensó, porque si no, la hubiera agregado. Quería reconquistarlo, a toda costa.
Había sido su marido durante dieciocho años y si bien el camino matrimonial había abundado de escollos, nunca se imaginó que terminaría tan abruptamente. Todo por culpa de esa pendeja. “No te preocupes”, la consolaba su madre, “todos los hombres tiene un desliz a los cuarenta. Les da terror la idea de la madurez y necesitan una mujer joven apara demostrarse que todavía pueden. Ya se le va a pasar”.
Al principio esa esperanza le sirvió pero con el correr de los días no sólo no se le pasaba sino que estaba por irse a vivir con su amante. Claro que no tenía otro lugar adonde ir. Porque a ella nadie la iba a echar de su casa. “Al menos por ahora, podés quedarte”, había dicho él. ¿Qué quería decir eso? ¿Era un atisbo de las luchas entre abogados y tribunales que podían suceder? ¿A ella? ¿Metida en esos líos de los cuales sólo oía hablar a alguna conocida? No, no podía ser. Antes de que eso ocurriera, él iba a volver, estaba segura. Arrepentido y mansito. Su madre tenía razón. Ya se le iba a pasar.
En lo que no tenía razón era en decir “menos mal que no tienen hijos”. Porque, pensaba ella, los hijos hubieran sido un modo de retenerlo. Quizás. ¿Sería ése el problema? No, porque después de años de no quedar embarazada, ambos estuvieron de acuerdo en no hacer ningún tratamiento médico y simplemente aceptar el destino que Dios les había mandado. Tenían muchos sobrinos con quienes entretenerse, cinco de parte de su hermano y tres de la hermana de él. Siempre había algún niño en casa. Claro que ahora habían crecido y cada uno tenía su vida y ocupaciones y poco se acordaban de los tíos.
Hacía unos años ella le había sugerido adoptar, pero él no estuvo de acuerdo. “Estamos bien como estamos”, había dicho. Estaba convencida de que su madre tenía razón, necesitaba demostrarse que podía. Los hombres suelen tener esas dudas, intentaba convencerse. Por eso lo estaba esperando así, que la viera distinta, incluso distante.
Él entró, todavía tenía la llave.
-Hola, ¿cómo estás?
-Bien –dijo ella dando un sorbo a su bebida y sentándose seductoramente en el sillón.
-¿Dónde están mis cajas?
-En la cocina. ¿Querés tomar algo?
-No, gracias, estoy apurado –contestó como con impaciencia desapareciendo tras la puerta de la cocina y reapareciendo al instante cargando las dos cajas-. Bueno, creo que ya no me queda nada más –dijo mirando alrededor para no mirarla a ella, echada sobre el respaldo, con la copa en la mano-. Nos hablamos –titubeó mientras se dirigía a la puerta.
Con una rodilla sostuvo las cajas y con la mano libre abrió la puerta. Con la misma mano la cerró y se fue.
-Ya se le va a pasar –repitió ella, tomando un trago de la copa vacía.
Mónica Gómez
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