Cuento corto sobre una experiencia que muchos hemos vivido al entrar a la adolescencia: nuestro primer amor, algunas veces no correspondido. Hay encuentros que parecen inesperados e insólitos, pero no son más que la punta de un camino mágico hacia nuestro destino.
Primera parte
Nunca creí que extrañaría mi antigua casa pequeña y acogedora. O sí, quizás sí. ¿A quién estoy engañando? ¿Cuántas veces expresé mi amor incondicional hacia esas montañas de colores cambiantes según el momento del día, que surgían imponentes por mis ventanas? Inclusive la del baño, debo decir. Estar sentado en un inodoro y ver el exquisito panorama de montañas no es cosa de todos los días. Y lo extraño, sí. ¿Y qué? La nueva casa es más amplia, cómoda y silenciosa porque está en medio de un campo con unas lomas suaves y verdísimas. Tiene unos dormitorios que podrían considerarse salones de baile pero que sólo sirven a que mi tristeza y mi nostalgia tengan más espacio para danzar en mi corazón. Desde sus ventanas huecas, se ve una pared gris y aburrida.
No puedo quejarme, yo la elegí. Lo supe y lo vi antes de comprar esta casa que tenía ese defecto, que era necesario abrir nuevas ventanas del lado del sol, de manera que los rayos de fuego puedan inundar las enormes habitaciones, lo cual me lleva a pensar en quien ha construido esto. Estando en medio de una naturaleza asombrosamente viva, con sierras verde esmeralda que juguetean bajo rotundas montañas, con frondosos y ricos árboles frutales que despiden un aroma dulce y fresco, con el susurro de la brisa acariciando la hierba, ¿qué tipo de pesadez podía sentir esta persona como para abrir ventanas del lado de una pared? Pobre hombre, lo siento por él, aunque nunca vivió aquí y ahora ya ha fallecido, traspasándome esa pesadumbre cada vez que me asomo a lo que ahora es mi ventana.
Cierro los ojos y me veo a mis quince años. Vivía con mis padres en un departamento que ocupaba medio piso, en plena ciudad pero era un momento en que los pisos altos todavía tenían una gran vista diáfana y mucha luz. Nuestro piso era el séptimo, y en esquina, o sea que todos los ambientes daban a los dos balcones que miraban a la calle. Todos, menos el baño y mi pieza (porque yo la llamaba ‘pieza’, aunque mis amigas usaran –como el grupo Vivencia en su canción – la palabra mucho más fina ‘cuarto’)
La cuestión que mi pieza era el único ambiente con una ventana que daba al hueco del edificio pero tenía una vista muy especial y codiciada por mí: la terracita del piso superior donde vivía Emilio, que tenía mi misma edad y era el chico más hermoso que yo jamás había visto. Alto, castaño, delgado, no sé si era un modelo pero en realidad, así lo veía yo, teñido con ese maravilloso amor inocente, aunque era sólo de mi parte. Yo estaba convencida que no me dirigía la palabra por timidez ya que hubiera jurado sobre los santos evangelios que se ponía colorado cuando me cruzaba. Mi corazón retumbaba cada vez que lograba verlo. Así es que me pasaba las horas espiando por mi ventana a ver si salía a la terracita. Tenía un boxer rudo, enojado y estridente al cual sacaba a pasear a eso de las tres de la tarde, hora en que yo bajaba y me hacía la que recién llegaba para poder tomar el ascensor con él ¡y el semejante perro! De sólo tenerlo cerca en el trayecto de los siete pisos, ya se me volaban las alitas de la emoción.
El pequeño ascensor parecía llenarse con su fragancia de perfume adolescente, que yo intentaba aspirar y retener como prueba de aquel encuentro. Pero la cruel realidad es que jamás se fijó en mi. Sólo dos años más tarde me di cuenta que su vecina no existía para él cuando me animé a invitarlo a un baile, y fue, pero no sólo no me sacó a bailar sino que bailó con otras, lo cual tiró por la borda mi teoría de su supuesta timidez. Casi me muero, claro, pero obviamente no morí y lo superé gracias a la llegada de los novios de verdad. Esa ventana fue mi primer contacto con el mundo, con la cadencia del tiempo que pasa, el aroma de la esperanza, con el bullicio del corazón enamorado.
De esa ventana de mi adolescencia en casa de mis padres pasé a la mía, con mi adultez y mi departamento propio…
Segunda parte
Mi departamento era también un séptimo piso cuyo balcón daba a una calle de jacarandaes lilas. Porque eran lilas para mí, y no celestes como dice la canción, e inundaban la vereda de esa alfombra mullida que daba pena pisar. Para ese estadio de mi crecimiento, ya valoraba el hecho de poder mirar hacia fuera y ver verde y cielo. Esos árboles que durante el año hacían alarde de sus copas verdes me llenaron el alma y armé el living con unos sillones comodísimos donde me hundía gustosa en sus sedosos almohadones mirando las ramas que en la época de septiembre/ octubre me regalaban esa flor lila que engalana las copas y luego riega las veredas recordándonos que la primavera ya está entre nosotros.
Después de muchos años, tuve otra ventana fantásticamente vistosa en una época de mi vida en que tuve la suerte de vivir frente al río. El living tenía un ventanal enorme y claro, de pared a pared con una salida al balcón que daba a un club que estaba sobre el río. Pasto tibio y aromático, el vaivén fresco del agua y el cielo azulado y profundo. Un paraíso delicioso. Recuerdo que ubiqué el escritorio y la computadora frente al río, así de algún modo la pantalla, me quedaba con fondo de agua. Almorzar delante de ese ventanal era una experiencia alucinante. Por la altura, a una cierta distancia de la ventana, parecía estar en un barco, ya que lo único que se veía era el agua en su movimiento oleaginoso y sutil.
La ilusión duró poco tiempo. El alquiler era carísimo y al cabo de un año y medio, lloré cuando tuve que volver a los jacarandáes de mi departamento que – en comparación - habían perdido su valor. Cuando nació mi hijo fue peor aún ya que tuve que rodear el balcón con esas horribles protecciones cuadriculadas que me hacían sentir dentro de una cárcel fría y oscura.
De ese balcón enrejado en medio de la ciudad, la vida me transportó drásticamente a la campiña del sur de Italia y a una casa – otra vez alquilada – con un balcón espectacular que miraba a una cadena de montañas, rugosas, enormes, amistosas, ésas que describí al inicio y que tanto extraño.
Vuelvo a mi ventana de hoy y le agradezco que me haya llevado hacia esos recuerdos mimosos, cautivantes y apetecibles y me doy cuenta de todo lo que encuentro cuando miro hacia adentro, cuando me doy permiso para no distraerme con el afuera y meterme dentro de mí.
Por suerte, debo reconocer, mi mundo interior es tan rico como la llamativa explosión de luz, color y fragancia que encuentro cuando abro la puerta. ¡Qué alivio! Por lo tanto, cuando el crudo y hosco tiempo invernal no me permite salir y la ventana me impide mirar hacia fuera, puedo optar por abrir esas otras ventanas que miran hacia adentro y me despliegan el panorama de mi suculento interior. A veces me traen historias, como la de Emilio, otras veces simplemente me encuentro conmigo, desnuda, despojada de condicionamientos, de obligaciones y de máscaras. Puedo encontrarme con mi esencia transparente y lúcida, sin miedo, porque hace muchos años ya que miro hacia adentro y es por eso que no me asustan mis negatividades: ni mi locura excéntrica, ni mis angustias, ni mis frustraciones. Cada vez me conozco más, me basta olfatearme para entender que me sucede y a pesar de que muchas veces me parece no saber qué hacer conmigo, me tengo la suficiente paciencia como para arrullarme y esperar que pase el chubasco y seguir adelante. La mayoría de las veces esa ventana que mira hacia adentro me trae mucha paz, me hace ver un mundo todo mío, callado y rumoroso a la vez, donde no es necesario actuar, ni complacer ni buscar aprobación, donde puedo ser yo misma a todo nivel, sin preocuparme de lo que esté ‘bien’ o ‘mal’.
Sé que sonará ermitaño de mi parte, pero ojalá pudiera vivir siempre en ese mundo susurrado por mi propia alma blanda. Pero no, es preciso salir y conectarse, cumpliendo con las reglas del juego de esta humanidad. Sin embargo, creo que cuanto más satisfecha estoy con lo que miro a través de mi ventana hacia adentro, más dichosa me sentiré con mi ventana hacia fuera.
Mónica Gómez
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