En este relato la autora nos cuenta la vida de una simple campesina,con una gran pasión escondida.
Su puesto en las hornallas
Teresa había recuperado su pasión. Ya podía ponerse en pie y volver a su antigua vida pero algo había cambiado. El arte se había apoderado de ella y ya no la abandonaría.
Su familia había reaccionado de diversos modos. Su esposo pensaba que era una pérdida de tiempo – palabras que le sonaban cercanas – y también dos de sus hijos. Pero los demás la apoyaban y a los nietos les parecía divertido tener la abuela que jugaba a dibujar.
Todo se lo debía a su vecina Patricia, la pintora. Con su guía y asesoría, acrílico y témperas pasaron a ser las herramientas con las cuales creaba paisajes y naturaleza muerta que hacía revivir en la tela. Siempre recordaría esa conversación, de la cual había surgido todo.
-Dime, Teresa, tú has dicho que te gustaba dibujar.
-Sí, lo he olvidado todo pero era mi pasión, de pequeña.
-¿Qué dirías si ahora que tienes que estar sentada tanto tiempo te traigo unos bastidores y unos pinceles?
-¿Te parece? –exclamó con el rostro iluminado.
-¡Sí me parece! Quizás siga siendo tu pasión.
Cuando Teresa visitó su casa por primera vez su corazón había sufrido un vuelco al ver las creaciones de su vecina. Recordó cómo de chica le gustaba dibujar y cómo sistemáticamente su padre destrozaba todo lo que ella coloreaba, diciéndole que era una pérdida de tiempo, lujo que ella no podía darse con todo el trabajo que había, ya sea en la casa como en los campos. Eventualmente dejó de hacerlo y guardó su ambición en un cajón secreto con siete llaves.
Pero ahora había desempolvado ese sueño. Y fue gracias a su rodilla, ese dolor que no la dejaba en paz y terminó en una operación en que debió cambiar su rótula por una prótesis y que le costó tres meses de inactividad, durante los cuales su familia tuvo que arreglárselas sin ella.
Su vida siempre fue un arduo trabajo. Vivían en el campo, en las laderas de una montaña española. Casi todo lo que consumían estaba producido por ellos. Las tareas del campo eran muy duras. En agosto, bajo el rayo del sol, araban la tierra y la preparaban para sembrar en el mes siguiente trigo, avena, cebada, maíz y heno. En octubre recogían castañas y nueces y también hacían la vendemia para extraer deliciosos vinos de campo. En noviembre recogían aceitunas que transformaban en aceite de oliva. Plantaban coliflor, lechuga, escarola, repollo, ajo y cebolla. En diciembre, con el frío crudo mataban a los chanchos comprados un año antes que fueron alimentados de trigo, cebada, papas, calabaza y todo el resto de comida que quedara en la casa. Era una verdadera fiesta esa matanza. Toda la familia venía a ayudar a terminar con la vida de los pobres cerdos, con los cuales se preparaban jamones y fiambres de distinto tipo. En enero y febrero sembraban las verduras como el tomate, los ajíes y las berenjenas. En primavera plantaban papas, calabaza, frijoles y remolacha. Junio es la época del heno y en verano se cosecha todo. También tenían conejos y gallinas. Los primeros, alimentados de heno, avena y habas. Las segundas, de trigo y maíz. Hacían todo juntos, marido y mujer. Mientras tanto, fueron naciendo los hijos que también colaboraban con la ardua tarea. De todas formas, la casa, la cocina, la ropa, todo recaía sobre Teresa.
La lasaña estaba casi lista. Era su especialidad y su familia esperaba ansiosa poder disfrutarla. Tres hijos, tres nueras y tres nietos, de cinco, cuatro y dos años. Los observó desde su puesto en las hornallas. Había dedicado toda su vida a la familia. ¡Cómo los amaba! Debía reconocerlo, un poquito más que a la pintura.
Mónica Gómez
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