Este breve relato nos enfrenta con el drama de un hombre que no puede salir de donde se encuentra atrapado.
Perdido
Se sentía perdido. Estaba perdido, su cabeza se lo recordaba como un mantra negativo en su cerebro. Estoy perdido. No veía salida a su situación que lo ahogaba y no lo dejaba ver nada bueno. De lejos le parecía escuchar las frases de consuelo que le habían dicho sus dos amigos, las únicas personas con quienes lo había compartido: ‘bueno, se sabía que esto podía suceder pero ya vas a a ver cómo todo se arregla’. ‘Siempre hay luz al final del túnel. Tenés que ser honesto con tu mujer y decirle todo’. ¿Pero cómo podía hablar con Clelia y decirle que había perdido todos los ahorros? Se pondría furiosa. Menos mal que los chicos ya estaban crecidos y se sustentaban solos. El dinero era teóricamente para ellos, para su vejez.
El maldito juego. Adoraba jugar poker. Y ahora era tan fácil jugarlo online. Era como un monstruo con garras que lo atrapaba. Pensaba en eso todo el tiempo. Al mediodía en el trabajo, ni comía por poder jugar. De noche soñaba con el juego y no veía la hora de sentarse a su computadora. Cierto que no era lo mismo que tener las cartas en la mano, pero para eso tenía su mesa de póker una vez a la semana en la casa de Atilio. A veces jugaban por poco dinero pero otras jugaban fuerte. Pero no fue eso lo que lo arruinó. Porque en definitiva eran amigos. Y más de una vez le habían dicho: ‘retirate, ya estás perdiendo bastante’. Se cuidaban entre ellos. El problema fue la computadora, donde no había límite. Y él no se lo ponía. Como el empedernido fumador o el adicto al azúcar que cree que va a estar en paz cuando se termine toda la torta de chocolate, Raúl no podía manejarlo. Clelia sabía que jugaba, claro, ¡lo veía!, pero él lograba engañarla y decirle que no era por dinero, o al menos no por mucho. Además, ella no manejaba las cuentas del banco, eso era tarea de él, entonces nunca sospechó que su marido las estaba agotando.
¿Qué haría ahora? Esos veinte mil era lo que habían acumulado en tantos años de trabajo. Pero la reacción de Clelia no era lo único que lo atormentaba, lo peor era que no podía jugar... ¿o quizás pudiera recuperar? Sí, seguro podría...
Finalmente habló y su mujer lo sorprendió: secretamente había abierto otra cuenta personal donde tenía algún dinero ahorrado. De lo que ella había ganado a través de los años, algo le había dado a él pero bastante lo había ahorrado ella personalmente. Raúl quedó pasmado cuando lo supo. Ella, con mucha entereza le dió el ultimátum.
-O dejás el juego, o te vas de casa.
-Pero.... ¿cómo? Dejar el juego! No puedo, no puedo...
-Sí podrías, con ayuda –respondió entregándole un panfleto que anunciaba grupos para jugadores, liderados por un psicólogo-. Yo te apoyo al ciento por ciento, por supuesto. Pero es la única condición que te pido para que te quedes en esta casa.
Raúl se fue con una valija de ropa. El juego era su vida, más que Clelia. Y entonces perdió todo, pero no le importó. Sólo quería seguir jugando y seguro ya le vendría la buena racha. Así era el juego. Su pasión. Su enferma pasión.
Mónica Gómez
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