Resumen del capítulo anterior: Un capitán inconciente provoca un accidente y la maravillosa nave de crucero donde viajan Leticia y su marido, se está hundiendo. Roberto, fiel a su ego de hombre violento, sube a un bote, aunque su mujer no logra hacerlo y dice que irá en el próximo. Se despiden diciéndose que se verán en tierra.
Si no has leido el principio, comienza aquí: Mar Turquesa – Capítulo 1
Mar Turquesa
Capítulo 4
Un niño se esconde, no habla, no da la cara. Y eso hace el capitán. Empieza a darse cuenta del gravísimo error que cometió, que la nave está dañada y como buen niño, es egoísta y piensa sólo en él. Ni le importa de las miles de personas que lleva a bordo y que están en sus manos.
“Qué cagada me mandé”, se repite. “Ahora tengo que pensar en salvarme, pero el problema es que me van a reconocer, por el uniforme. Ya sé, voy a cambiarme”. Es su modo de escaparse del rol de comandante. Como un niño, cree que sacándose el uniforme deja de ser capitán, como si estuviera despojándose de un disfraz de juegos. Vestido de particular, agarra su amado computer y sale a cubierta.
-Vengan chicos –dice a un grupo de oficiales. “No quiero estar solo”, piensa, “me da miedo”.
-Acá hay un bote, capitán –le dicen.
-Vamos entonces.
-¿Y los pasajeros? ¿Vamos a abandonar la nave?
Pasquale Molisano no contesta. En ese momento es Lino, como lo llama su mamá, el nene. “Qué pregunta me hacen éstos, los pasajeros están todavía adentro porque yo mismo mandé decir que no se preocupen y que permanezcan en sus lugares”.
-Uy que mal, cómo se esta inclinando este barco -alcanza a decir mientras se trepa al bote-. “Menos mal”, piensa “¡ya estamos a salvo! ¿Y ahora qué hago?”
Leticia sacudió su mano en forma de saludo hacia el bote donde Roberto se alejaba y con actitud incrédula vio como su marido se acomodaba y miraba hacia la costa que, efectivamente, estaba muy cerca. El caos era absurdo y angustiante. Una señora en silla de ruedas, una mujer con un bebito, dos ancianos abrazados que lloraban, esas personas tenían que estar a salvo. ¿Dónde estaban los oficiales? Alguien con uniforme blanco, por favor, daban ganas de gritar. Leticia llevaba en la sangre la vocación de servir al otro. Antes de casarse había trabajado como voluntaria en hospitales y en centros para discapacitados. Durante muchos años había también prestado su servicio en un grupo para personas con sida y cáncer. En medio de semejante dolor, por un momento se olvidó de sí misma y ayudó a esta gente a subirse al próximo bote. Los mozos, las mucamas, los cocineros – se los distinguía por la ropa y las facciones asiáticas – corrían y ayudaban como podían, por instinto quizás, ya que nadie estaba recibiendo instrucciones. Se los veía tan desesperados como a los pasajeros. Algunos de ellos, los más osados o seguros de sí mismos, tomaban el control de un bote y asistían a la gente que subía.
El niño capitán decidió quedarse por ahí, escondido entre la negrura de la noche y las rocas. Como un alumno de escuela primaria que rompió un vidrio en su aula, sabe que llegará el momento en que tendrá que rendir cuentas de sus actos delante del Director. “¿Pero qué voy a decir?” se preocupa. “Tengo que elucubrar alguna historia”. Los amiguitos lo ayudan a inventar algo.
-Digamos que resbalamos -dice un oficial.
-Que no diste la alarma para no asustar a la gente -se le ocurre a otro.
El niño piensa. Mirá su barquito hundido y llora.
- ¡Me estoy quedando sin mi nave! -exclama mientras los amigos lo consuelan.
Con la nave cada vez más inclinada, reinaba una especie de terrible y angustiante ‘sálvese quien pueda’. Una mujer joven llevaba en brazos a su nena que lloraba sin parar, mientras el papá le repetía: “no te asustes, no ves que ya llegamos, mirá, mirá las luces de la costa”. Ni la criatura se lo creía. Leticia ayudó a subir a la mujer mientras el marido la dejó pasar a ella en agradecimiento pero en el momento en que iba a subir el hombre, el filipino que guiaba el bote advirtió: “¡no hay más lugar!”. Un grito gutural partió de la esposa y sin pensarlo dos veces Leticia se bajó y le dio su lugar al hombre. No había tiempo para agradecimientos, pero ella los leyó en los ojos inundados de la mujer que aferraba a su hijita, refugiándose en los brazos de su marido.
Leticia quedó otra vez esperando que volviera algún bote, con el agua que le llegaba ya a los tobillos, mirando la costa.
Lino sabe que tiene que avisar a la Capitanía de Puerto. “No sé si estoy listo, tengo miedo”, temblaban sus pensamientos. “Tengo que salvar el pellejo. Seguro los amigos me soplan si ven que 'hago agua' en la conversación.”
El comandante de la capitanía se enoja mucho cuando él le dice que está fuera de la nave, lo siente en su voz, y eso al niño lo bloquea, le da miedo.
El de la capitanía le habla de muertos. “¡Muertos! ¿No estarán acá cerca del bote, no?”, piensa. “Porque a mi siempre me dieron impresión los muertos. ¡Ufa! Cómo me grita este señor, está enojado de verdad. ¿Qué? ¡Me ordena que vuelva al barco! No, ni loco vuelvo.”
-Mire, con todo respeto, usted no entiende... acá está muy oscuro –intenta explicarle. Pero el otro no entiende y le grita mas fuerte.
“Basta, basta, no me grite más señor”, se dice, “cada vez tengo más miedo y no pienso volver a subir. Basta, basta”, casi llora el niño. “¿Qué me está diciendo este tipo? ¿Debo subir a coordinar qué cosa? No entiendo, estoy bloqueado, la voz tan enojada de este hombre me da miedo. Menos mal que es por teléfono, si no me parece como que me pegaría”, se aterra Lino. Por suerte, uno de sus amiguitos le sopla: "Decile que estás coordinando las operaciones desde acá". Se lo dice, repite las palabras, pero no hay caso. El oficial de la Capitanía insiste con que tiene que ir a bordo. Al final, el niño se da cuenta que para sacárselo de encima tiene que mentir. “Bueno, está bien”, dice resignado, “ahora voy.” Con eso, el otro por fin se calma y corta. “Uf, menos mal que me lo saqué de encima. ¿Y ahora? Mejor escondernos, entre las rocas y la noche.”
Leticia avistaba la costa. Notó el enjambre de botes en el puerto, unas rocas y una escollera que lo dividía de una playa, oscura y quieta donde no había nadie. Atrás de la playa se veían unas débiles luces. Casas quizás. El agua estaba calma. ¿Y si...? ¿Cuánta podía ser la distancia? No más de cien metros, calculó. Demasiado cerca para semejante nave, pero ella podía nadar. No lo volvió a pensar y se lanzó al agua. El frío, que la golpeó como mil agujas, la hizo pegar un grito y por un instante se arrepintió del impulso que tuvo, pero ya estaba, no podía volver atrás, ahora tenía que moverse.
Mónica Gómez
Continúa aquí con el capítulo 5 de Mar Turquesa
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