Una dulce historia para hacer honor a estos días navideños en que debe primar el amor por sobre el egoísmo y más aún, dentro de la familia.
Mañana de Navidad
Mientras regresaba a casa con paso rápido y ajetreado, pensaba en qué sacaría del freezer para la cena. ¿Pescado? A su marido y los dos mayores les gustaba pero al chiquito tendría que hacerle otra cosa. Con unas hamburguesas lo podía resolver. ¿Cuánto tardó en tener ese pensamiento que de golpe se hizo de noche, como si alguien tirara de una cuerda y bajara un telón? En realidad, así anochecía en esta época del año, la oscuridad era sólo compensada en la época navideña por la cantidad de adornos y luces que poblaban el suburbio donde vivía. Notó que no había ni un alma en la calle. El frío despiadado y la nevada de la semana pasada habían guardado a todos en sus casas. Sólo los shoppings, calentitos y bulliciosos, hervían de compradores. Por suerte, ella ya había comprado todo. ¿O no? –la asaltó una terrible duda y de repente se dio cuenta que le faltaba envolver todos los regalos. Debía apresurarse, los chicos llegarían en un rato y ella tenía que dejar todo listo para la mañana siguiente. ¡Qué horror! ¿Pero cómo se olvidó de eso? Le faltaba la respiración apurando el paso y recriminándose por la distracción, mientras la cantinela de mala madre tomó el comando de sus pensamientos, taladrándole los tímpanos. ¡Bueno! Me olvidé –se defendía de ella misma. Puede pasar, ¿no? Cuando estaba a una cuadra de su casa, vio a lo lejos una figura muy negra que no distinguía. Parecía envuelta en un camperón con capucha y llevaba algo en alto en su mano derecha que agitaba como amenazante. Con el corazón helado, siguió caminando. Si se apuraba, quizás llegaba a casa antes de tener que cruzarse con esa persona. Aceleró los pasos pero no pudo seguir el acelere de su corazón. ¿Qué eran esas cosas que alzaba con la mano? ¿Cuchillos? ¡Oh, no! Temblando de pies a cabeza, siguió caminando y de golpe la figura se detuvo delante de ella. El farol de la calle la iluminó y pudo ver que se trataba de una mujer, muy parecida a ¡ella misma! Era ella misma en versión joven, blandiendo en el aire un puñado de pinceles.
Se despertó con un grito ahogado, sofocada por su propio sudor. Otra vez ese sueño de los pinceles y ella de joven, la de antes de casarse y tener tres hijos. Ray dormía pacíficamente a su lado, ajeno a todo, como siempre. Remoloneó un poco en la cama, decidida a no dejar que el sueño y esa maldita joven muestra de ella misma le arruinara el día. Era el 25 de diciembre. Mejor olvidarse de los sueños, que sólo son eso, sueño, fantasía, irrealidad. Mejor levantarse y bajar a controlar que todo estuviera en orden. En cuanto todos saltaran de sus camas, el silencio sería prontamente hecho añicos como un vidrio de un pelotazo y no habría más tiempo de nada.
La chimenea con las medias navideñas colgadas, el enorme árbol lleno de regalos de mil colores a los pies y la nieve bañando el jardín fuera de la ventana. Una postal de la vida ideal americana, así estaba su living.
Jo seguía trayendo regalos y depositándolos debajo del árbol. Se vistió, como no podía ser de otro modo, con su remera roja con un gran Papa Noel en el pecho. Adoraba la navidad, los preparativos, las compras, el ajetreo de los días anteriores para llegar a este momento, el instante sublime. Los chicos seguían durmiendo pero todo estaba listo para el despertar más excitante del año.
Se recostó sobre el sillón y miró satisfecha a su alrededor. Todo estaba en orden. Cuando su marido y sus hijos se levantaran, iban a encontrar lo que la transformaba en una madre sinigual. Perfecto, volvió a repetirse. Todo estaba perfecto menos ella. Se sintió como si fuera una espectadora externa de todo lo que ella misma había armado. De cierto, no había nada perfecto en ella. No que pudiera quejarse de algo. Sin embargo, no podía olvidarse del maldito sueño y cada vez sentía con mas fuerza ese cosquilleo interior. No sabía de donde venía. ¿O sí?
Quizás de tantas pasiones perdidas y olvidadas. A veces recordaba su adolescencia, sus aspiraciones, sus habilidades, sus premios en los concursos de pintura. ¿Cuándo fue que dejó de pintar? Ni siquiera se acordaba. ¿Y dónde estaban sus cuadros? Hizo una nota mental, esa semana iría sin falta a casa de su madre a hurgar en el desván. No, se tomó la cabeza, esa semana no, que los chicos estaban de vacaciones y no iba a tener tiempo ni de respirar. Ya llegaría el momento, se prometió.
Claro, así había sido. Siempre posponía lo que ella quería. Y todo fue a partir del noviazgo con Ray. ¿Para qué iba a seguir estudiando si estaba comprometida con un muchacho de un magnífico brillante futuro y una carrera envidiable? Nunca iba a necesitar trabajar. Y fue cierto, Ray la trató siempre como una reina. Después fueron naciendo los chicos, los tres varones. Entre baberos, pañales y mamaderas, ¿quién tenía tiempo para las pasiones?
Los hijos le colmaban la vida, y eran buenos chicos, una vez mas, no podía quejarse. Estudiosos, obedientes, tranquilos cuanto pueden serlo tres varones en edad escolar. Su vida era una maravilla que cualquier mujer querría tener. Sin embargo...
Un ruido sordo la volvió a la realidad de esta mañana navideña. Las pisadas fuertes atenuadas por la alfombra le hicieron entender que se habían despertado. Se metió rápidamente en la cocina cuando vio que bajaban en tropel hablando uno encima del otro.
-¡Mamá, papá, vengan! El árbol esta lleno de regalos -gritaban entusiasmados los dos más chicos.
Los miró desde la cocina. Estaban creciendo sus 'bebés', aunque hoy en particular se les notaba esa frescura e inocencia que con los años todo ser humano va perdiendo.
Jo apareció en el living, actuando sorprendida.
-¡Uy, cuántos regalos! Para mí que Papá Noel se equivocó -dijo mirando las reacciones de cada uno-. No sé si en esta casa hay chicos que se portan bien.
- Mama. Por favor... -contesto Jeff, el mayor, con mirada de hacerse el grande.
-¡Ray! -gritó ella tomada de la baranda y mirando hacia arriba -apurate que te estás perdiendo lo mejor del día.
-Esperen, ¡esperen! -se escuchó desde arriba, junto con el ruido del agua del baño - ¡ya bajo!
Los chicos buscaban afanosos entre los tantos regalos cuando Ray bajó la escalera y abrazó a su mujer.
-¡Feliz Navidad, querida! –la besó con dulzura.
-¡Feliz Navidad! –contestó ella sonriendo.
-A ver, a ver, ¡abramos regalos! –anunció él.
Se armó un revuelo de alegrías, grititos y papeles que volaban por el piso. Era la imagen de la felicidad. “No sé de qué me quejo”, se dijo Jo.
-¿Quién quiere desayunar con chocolate caliente? –exclamó.
-¡Yo! – gritaron los cuatro al unísono.
“A mí también me va a venir bien”, pensó mientras entraba en la cocina, “para sacarme las cosquillas del estómago.”
-¡Mami, mami! –acá hay algo para vos.
-Un sobre rojo –acotó el del medio.
-¿Para mí? –se sorprendió, espiando desde la cocina.
-Y acá hay otro verde –aclaró el mayor-. Vení, vení a abrirlos.
Se limpió las manos en el repasador, mientras intentaba adivinar a qué venía tanta excitación. No era normal que estuvieran tan pendientes de que abriera su regalo. Quizás se trataba de unas vacaciones en Disneyworld para todos. Ray ya había hecho un regalo así cuando el chiquito tenía un año.
-Eh, ¡cuánto suspenso! –dijo mientras tomaba los sobres entre risitas encubiertas y notó que su marido parecía un niño más-. Uy, ¿por cuál empiezo?
-Tienen número, má, fijate bien.
Ciertamente, el rojo llevaba el número uno. Cuando lo abrió, no lo podía creer. Se trataba de la inscripción a la Academia de Bellas Artes.
-Ah... –sollozó -, no lo puedo creer –alcanzó a murmurar mientras todos la abrazaban y su marido la besaba en los labios.
-Sabemos cuánto significa para vos –la acarició su esposo- y no queremos una mamá frustrada, ¿verdad, chicos?
-Verdad –dijo el mayor haciéndose el serio.
-Pero... algunas clases serán de noche... ¿y la comida? ¿cómo se van a arreglar?
-Ah, para eso está el segundo sobre –sonrió el del medio.
-¿Ah sí? –bromeó ella -¿qué es, un abono para algún restaurant?
Cuando vio lo que guardaba el sobre, todos estallaron en una carcajada. Era una foto de Ray y los chicos en la cocina, entre ollas y cacerolas en las manos, como listos para cocinar.
-¡Vamos a cocinar nosotros, mami! Papá nos va a enseñar –dijo entusiasmado el chiquitín.
-Sí, va a ser divertido –agregó el del medio.
-Lástima no tener una hermana mujer así le encajábamos todo a ella –se lamentó el mayor, acomodándose el mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho.
Jo no podía creerlo. Todo este apoyo de su familia para poder retomar su pasión por la pintura.
-No los voy a defraudar –dijo, mientras volvía a abrazar a su esposo- van a ser mis invitados especiales en mi primera muestra.
-¿Qué es una muestra, Kevin? –preguntó el chiquito
-No hagas preguntas tontas, querés –respondió su hermano, esquivando la pregunta.
-Ahora sí, ¿quién quiere chocolate caliente? –gritó Jo.
Puso manos a la obra para preparar el mejor desayuno navideño. Entonces, ¿los sueños se hacen realidad? Mientras miraba el jardín emblanquecido por la ventana de la cocina, se contestó que sí, esgrimiendo al aire unos imaginarios pinceles contra aquella joven que ahora ya no la amenazaba sino que le sonreía complacida.
Mónica Gómez
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