Una dulce historia para hacer honor a estos días navideños en que debe primar el amor por sobre el egoísmo y más aún, dentro de la familia.
Llamado
No se sentó como hicieron todos a su alrededor después de comulgar, él se arrodilló. Era alto, delgado, con la cabeza totalmente calva y la edad reflejada en sus arrugas, unos sesenta y tantos. Sin embargo, parecía un chiquito de siete años que acababa de tomar su Primera Comunión, el rostro relajado, la vista conmocionada vuelta al cielo y las manos entrelazadas en plegaria a la altura del pecho.
Eran los minutos iniciales del día de navidad y la catedral de Siena estallaba en su fiesta más ansiada. Todo el pueblo estaba allí, incluso muchos turistas que, en lugar de la gran reunión tradicional, habían preferido conocer tierras nuevas junto con la familia íntima. El coro, a un costado del florido y a la vez circunspecto altar, aparecía impecable, ellos de smoking y ellas de vestidos largos, entonando esos cánticos navideños que indefectiblemente calientan el corazón. Pero él no prestaba atención a todo eso, se lo veía absorto, orando desde su alma al Dios que había hecho ingresar a su cuerpo.
Francisco había nacido en un pueblito de campesinos del centro de Italia. Su padre trabajaba en la fábrica local mientras su madre lidiaba con la crianza y caprichos de los cinco hijos, todos varones, de los cuales él era el del medio. Uno de los mayores y los dos hermanitos menores poseían una energía desbordante que volvía loca a la pobre madre. Francisco era el más equilibrado de todos, el más calmado, el que disfrutaba de un libro de aventuras mientras los otros se revolcaban en los yuyos. Tanto, que los hermanos mayores lo tildaban de ‘maricón’, pero no, él sabía que no era eso, simplemente que prefería devorar las letras, y hablar con Dios. Porque él hablaba, rezaba y le parecía que Dios le contestaba.
-¿Qué estás haciendo arrodillado en ese rincón? –preguntó un día su madre cuando volvieron de la iglesia.
-Estoy hablando con Dios –contestó el chiquillo que en ese momento tendría unos diez años.
-Pero si recién venimos de la iglesia... ¿No hablaste con él allí, en su casa?
-Mamá, Dios no tiene una casa, tiene muchas, porque está en todas, en cada uno de nosotros –hizo un gesto señalando a todos sus hermanos.
-Vamos, hijo, déjate de pavadas –intervino el padre que era creyente pero sólo los domingos- y ven a ayudarme con la tierra.
-Es cierto lo que digo –respondió desilusionado mientras sus hermanos se burlaban de él.
La familia comenzó a preocuparse ya que el joven daba señales de esa religiosidad que a ellos no les convencía. No querían un hijo cura. Por suerte el destino los llevó a transferirse a una ciudad donde encontraron mejores posibilidades de vida y un abanico enorme de actividades para los chicos que hizo que Francisco se distrajera un poco de su pasión por la iglesia.
Como era de esperarse, en plena adolescencia, apareció una bella morocha de ojos profundos que se transformó primero en amiga y luego en novia. Los padres de Francisco querían casarlo pronto. Él hubiera querido ir a la Universidad pero sus padres temían que tanto contacto con los libros lo alejaran del verdadero objetivo de todo hombre, formar una familia. Y su madre quería al menos dos nietos de cada hijo. Viendo crecer diez nietos, podía morirse en paz.
Francisco y Myrna se casaron a los veintiún años. Él trabajaba en una fábrica como soldador y el ímpetu que ponía en su trabajo pronto lo hizo ganarse el puesto de jefe de sector. Mientras tanto, tuvieron dos hijos, Carlo y Armando, a quienes Myrna se dedicó por completo y que Francisco adoraba.
-¡Papi, papi! ¿Qué hacemos este fin de semana?
-¿Quieren ir a pescar el sábado?
-¡Sí! –contestaban con alegría.
-Le pedimos a mamá que nos prepare un picnic.
-Mejor aún, mamá llega a la hora del hambre con la canasta de picnic y compartimos todos –decía Myrna.
Ambos daban la vida por sus hijos, que crecieron rodeados de mucho amor y comprensión. Eran una familia unida, que se respetaba y luchaba por ser cada día mejor. Con tantas obligaciones familiares, Francisco dejó un poco de lado sus pasiones religiosas, aunque los domingos no faltaba a misa con la familia.
-Pensar que de chico quería ser sacerdote –le confesó una vez a su esposa.
-Sí, me acuerdo cuando te conocí que te gustaba mucho la vida de la iglesia.
-Claro, pero mucho más me gustaste vos cuando entraste a mi vida –rió-. Además, cada vez que lo pienso, imaginate, no hubieran nacido nuestros hijos.
-Menos mal que desististe...
Lo que sí continuaba eran sus lecturas y tenía sus ‘ídolos’ dentro de la iglesia. Admiraba a San Francisco de Asís. Hay que tener coraje para dejar todo atrás – la comodidad, el lujo, la vida placentera – y largarse desnudo al mundo con la convicción y la entrega total a Dios. Él no podría.
Primero, pensaba graciosamente, tenía que cambiar el auto. Después la casa. Y mandar a los hijos a la Universidad. La vida de un hombre de familia viene ya signada por esos hitos y todo el esfuerzo y energía están puestos en esos pequeños grandes objetivos.
Francisco lo logró y en esos esfuerzos, se le pasó la vida.
Llegó el momento de la pensión, los hijos ya estaban fuera de casa, gracias a Dios bien encaminados. Fue cuando a Myrna se le ocurrió empezar a viajar con un poco del dinero guardado en tantísimos años de trabajo.
-Es el momento, Francisco –insistía su esposa.
-¿Te parece?
-Sí, somos lo suficientemente viejos como para estar libre de obligaciones pero no tan viejos como para quedarnos sentados mirando por la ventana. Tenemos unos cuantos años para disfrutar.
“Disfrutar”, pensó Francisco, qué concepto tan ambiguo y subjetivo. Él disfrutaba con sus libros, no necesitaba moverse, pero no quiso contradecir a su esposa y se dejó llevar. No estaba mal conocer otras culturas, modos de vida y apreciar todo el arte y arquitectura famosos.
Empezaron a recorrer España, Francia, ciudades de su Italia que no conocían. Francisco siempre sentía algo en especial al entrar a las iglesias, de las cuales está regado el viejo continente. Entrando a Sacre Coeur en París le pareció que el Cristo del altar lo acariciaba como a aquel niño que hablaba con Dios, se dejó envolver por la atmósfera sagrada de la Catedral de San Esteban en Viena y caminó emocionado por los techos del Duomo de Milán.
Claro que esos enormes edificios, como San Pietro en el Vaticano, también le provocaban un sentimiento de rebeldía. ¿Tanto se necesitaba para adorar a Dios? Él lo hacía desde su corazón, en cualquier rincón de su propia casa. Y de seguro Dios no necesitaba de ofrendas de lujo para escuchar a sus fieles hijos. Siempre reflexionaba sobre lo que sucedió en Asís. San Francisco construyó una pequeñísima iglesia, ladrillo sobre ladrillo, la Porziuncola, al pie de la colina del pueblo que dejaba.
Esa porziuncola, o ‘pequeña porción’ que se llama así porque él decía que era un pedacito de cielo, era el símbolo de un contacto con un Dios puro y sin adornos, construido con las propias manos. Hoy en día en Asís existe una enorme Basílica de San Francisco y al pie de la colina se erige la Basílica de Nuestra Señora de los Angeles, que se construyó precisamente en torno a la Porziuncola. ¿Por qué?, se preguntaba Francisco cada vez que leía libros sobre el tema y veía las fotos de esos lugares.
Siempre había evitado pisar Asís. Tenía miedo de sucumbir. Jamás se le ocurrió que podía pasarle aquí en Siena, en estas primeras horas de la Navidad. Lloró. Lloró con una convicción que no había sentido nunca. Myrna a su lado lo observaba de reojo y tuvo un presentimiento. O mejor dicho, una toma de conciencia. Sabía que había llegado el momento. Tarde o temprano, así sería.
Cuando terminó la misa, y antes de salir, Francisco la miró a los ojos con los suyos aún húmedos.
-Myrna querida, tenemos que hablar –murmuró.
-No hace falta –sonrió ella. Francisco frunció el ceño, sin entender-. Lo sentí en mi corazón durante años y ahora te llegó el momento, ¿verdad?
-Sí –contestó aliviado y sorprendido por la comprensión de su esposa-, tengo que seguir los dictados de mi alma.
-Sos libre, mi amor –afirmó ella tomándole las manos.
-Gracias –lloró él besándoselas.
Comenzaba a nevar en la ciudad mientras las campanas seguían celebrando el nacimiento de Cristo.
Mónica Gómez
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