En esta tierna historia, con tintes que nos hacen sonreir, Mónica nos pinta un cuadro de una situación particular, un momento en el que una mujer anda en busca de la ansiada pareja. ¿La encontrará? No hay suspenso futuro, es un relato en una sola entrega.
La Cita
Carmela se sorprendió al recibir el llamado porque no pensó que el aviso de la revista fuera a tener una respuesta tan rápida. “Mujer sola de 35 años, atractiva e inteligente, busca hombre de entre 30 y 50 años para relación con fines serios.” Después de escribir más o menos unas veinte posibilidades, se quedó con ese texto, que no decía demasiado y así la protegía un poco más. Firmó con un nombre falso, Cristina, porque en realidad le daba vergüenza lo que estaba haciendo. ¡Ella! Ella que podía levantarse al hombre que quisiera, por una vez decidió recurrir a estos artilugios.
Es que ya estaba harta de las discotecas y los bares de solos y solas. Cuando tenía ganas de ir a bailar iba con sus amigos gay a ‘La Catedral’ como llamaban ellos a la disco gay más grande de la ciudad. Así podía bailar tranquila. Cierto que un día ahí también se levantó un muchacho.
–Disculpame, vos no sos del ambiente, ¿no? –le dijo mientras ella estalló en una carcajada.
–No, para nada, ¿se me nota mucho? –contestó sin parar de reírse. Era evidente que eran las dos únicas personas heterosexuales en todo el local. Igual, Carmela no quería saber nada–. ¿Para que te creés que vine acá? Para no tener que lidiar con hombres, al menos por unas horas.
Aunque no se engañaba. Le gustaban los hombres y quería realmente formar una pareja pero no tenía suerte. O no elegía bien. O era una “tarada” que se enganchaba a cualquier “tarado”. Siempre llegaba a las mismas conclusiones cuando intentaba buscar una respuesta a la pregunta que todo el mundo – incluida ella misma – se hacía. ¿Cómo es posible que una mujer joven, linda, capaz, exitosa en su trabajo como gerente de marketing de una multinacional, no estuviera ya casada y con hijos? Indefectiblemente su contestación iba siempre del extremo de sentirse víctima de la mala suerte al otro de culparse ella misma. Por eso un día decidió poner este aviso, al menos así se ahorraba tener que salir a buscar. De este modo, saldría directamente a conocer.
–Buenas tardes, ¿hablo con Cristina?
Casi contestaba que era número equivocado pero reaccionó a tiempo.
–¿Quién habla?
–Es por el aviso, mi nombre es Manuel.
Aclaró de entrada cuál era su verdadero nombre y ya fue una manera graciosa de comenzar a conocerse. Le gustó la voz un poco ronca y grave y no hablaron demasiado ya que él la invitó a tomar un café ese mismo día. Dudó en responder porque le pareció que debía hacerse rogar un poco. Todavía tenía muy metidas dentro las creencias de su mamá: ‘No, nena, no hay que decir que sí enseguida, hay que hacerse rogar porque si no, no te valoran.’ ¡Ufa! Qué harta estaba de tener que luchar siempre con esas voces en su cabeza, o mejor dicho, una sola voz, la de su madre. Y cada vez que pensaba eso, la voz le repetía la consabida frase: ‘yo te lo digo por tu bien.’
Entró a la ducha. Tenía cuarenta minutos hasta que Manuel tocase el timbre pero, ojo, que no lo haría subir. No, eso no. Ella bajaba y se iban a algún lado a tomar algo. Tampoco era cuestión de meter un extraño en su casa. A ver si era un violador, un sátiro o un asesino. Aunque no tenía voz de ser nada de eso. Le había contado que era viudo. Era la primera vez que conocía uno. Con sólo treinta y nueve años era ya viudo, pobre. De sólo pensarlo se empezó a enternecer pero rápidamente se sacudió esas sensaciones. No quería poner expectativas porque siempre le gustaba algo de entrada y se autoconvencía: “ésta vez es distinto” para terminar después con la misma desilusión ya conocida, el globo pinchado y el corazón con agujeritos, como decía esa canción infantil.
No sabía qué ponerse, claro. Ni muy seria ni muy puta. Abrió el placard de par en par y lo escudriñó con la mirada, sin encontrar nada que le viniera bien. Finalmente se decidió por un par de jeans y una camisa negra con un poco de escote. Las tetas firmes sin cirugía eran lo que más amaba de su cuerpo así que mostrarlas un poco no estaba mal. Alguna cosa tenía de positivo el no haber sido madre: no se le habían caído como a sus amigas, dando de mamar. Un toque de perfume y ya estaba lista.
De golpe la atacó una duda como un mazazo en la cabeza. ¿Y si no viene? Se miró al espejo y se sintió estúpida, sobre todo, de haber gastado un poco del mejor perfume que tenía, ése que había comprado en Capri, el que fabricaban con las flores del lugar, y que le había regalado su papá cuando fueron los tres a Europa. Los tres: papá, mamá y la ‘nena’ de treinta y un años. ¡Qué lindo lugar Capri, con su mar turquesa y sus cuevas multicolores!
Ahí estaba, colgada en el recuerdo de los Faraglioni de Capri, cuando la sacudió el timbre. Atendió por el portero eléctrico, lástima que no fuera visor así chusmeaba el aspecto.
–¿Sí?
–¿Carmela alias Cristina?
–Sí –contestó riendo–. Ya bajo.
Con el corazón abierto de alegría hacia una nueva esperanza, tomó el ascensor y mientras bajaba, se miró al espejo.
–Vamos, Carmela, ésta puede ser la vencida.
Espió por la mirilla del ascensor antes de hacerse ver. Buen mozo, alto, con pantalones oscuros y saco sport. Pensó en correr a cambiarse los jeans, pero no, era una locura.
De golpe, todo ocurrió en un instante. Ella abrió la puerta y salió del ascensor mientras, del otro, salió un nene que fue corriendo a abrazar al señor buen mozo y ahí fue cuando lo vio. Detrás de ellos, una figura gordita, de jeans y remera azul con una sonrisa de oreja a oreja levantaba una mano a modo de saludo. Carmela rió por la confusión y Manuel le devolvió la sonrisa.
No fue seguramente la figura regordeta ni la incipiente pelada, o tal vez sí, también. Lo cierto es que Carmela se enamoró como nunca de este hombre tierno, maduro, fuerte y a su vez sensible como pocos.
Sería banal decir que fueron felices y comieron perdices. Baste mencionar que a los cinco años de aquel encuentro estaban casados y tenían dos hijitos que con el correr de los años les dieron cinco nietos para entibiar y alegrar su vejez.
Atrás quedaron las dudas e inseguridades de Carmela, su vida fue ni más ni menos que una vida normal de familia, ¡lo cual ya es mucho decir!
FIN
Mónica Gómez
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