Mónica nos trae una historia llena de prejuicios que nos hace reflexionar sobre las opiniones que a todos nos gusta expresar.

Interés

Èl quedó prendado de su belleza y juventud. Ella de su elegancia y don de gente. Estaban en el casamiento de amigos en común cuando se vieron por primera vez. Había muchos años de diferencia entre ellos. Y eso no era lo único que los separaba. Elizabeth venía de una familia muy humilde, eran cuatro hijas mujeres que habían recibido todo lo posible de los sacrificios de sus padres. Ella era la mayor y había salido a trabajar desde muy temprano. Se había pagado los estudios y ayudado en casa. Estaba orgullosa de su título como Licenciada en Comunicación.

Federico en cambio, había heredado la empresa de conservas de pescado de sus ancestros. Él había sabido administrarla haciéndola crecer y se había vuelto millonario. Vivía entre Argentina y Europa. Tenía casa en Milán, Mónaco y Londres. Elizabeth lo sabía cuando lo conoció y todos apuntaron a que ella estaba sólo interesada en el dinero. ¿Qué podía querer una chica de 28 años con un hombre de 51?

Las primeras veces ella se mostró muy reservada, tenía miedo a estar equivocándose pero el amor fue naciendo entre ellos, más allá de cualquier diferencia y luego de tres años de conocerse y dos de convivencia se casaron en una sencilla ceremonia con la familia más cercana. Las malas lenguas seguían sin creer en ese amor, incluso cuando Elizabeth dio a la luz a dos hermosas mellizas que tenían 30 años de diferencia con los hijos del primer matrimonio de Federico.

Fueron pasando los años y llegó un varoncito, Daniel. Elizabeth se dedicó de lleno a sus hijos y ni siquiera quería niñeras que la ayudaran, con lo bien que podía pagarles. Él era bastante anciano y ella ya tenía que teñirse las canas cuando la gente seguía hablando mal. Pero ellos no escuchaban, habían tenido y seguían teniendo una vida plena, llena de momentos felices.

Mónica Gómez