Un relato corto lleno de ternura y veracidad que nos da un nuevo punto de vista sobre la discriminación.

Feliz

Está sentado en su rincón de la galería vidriada, de espaldas al paisaje y rodeado por todos sus juguetes: pianolas, muñecos, libritos, hojas, envases de papas fritas y botellas de Coca que colecciona entre miles de otras cosas. Es feliz. Juega, escucha música de su tablet y no piensa en el futuro. Es un gran maestro de vivir el presente. Tiene 22 años y Síndrome de Down. Su madre lo observa y aprende tanto de él. Hace poco perdió a su papá después de una larga enfermedad. Lo vió deteriorarse, que al principio no podía agacharse a besarlo, que ya no podía bañarse con él. No podía llevarlo a la cama. Después lo vió caminar con bastones, después en silla de ruedas, en la cama y finalmente en el hospital (su mamá decidió ahorrarle el funeral). Y entendió, comprendió que la vida cambió, que su papá no está más y se adaptó a la nueva realidad, mucho antes que su mamá. Para no decir ‘discapacitado’, ahora en la época de lo políticamente correcto, se dice ‘con capacidades diferentes’. Y es verdad, él tiene capacidades diferentes a las personas comunes. Tiene una extraordinaria sensibilidad. Puede captar actitudes en las personas que otros no. Enseguida siente si lo quieren o lo rechazan y actúa en consecuencia. En cuanto a ese cliché de decir que los chicos Down son tan cariñosos, no es tan así. Él es cariñoso sólo cuando quiere, y cuando no, te lo hace sentir y rechaza besos y abrazos que estén fuera de lugar. Una persona común necesita tantas cosas materiales para ser feliz. Él lo es con una salida al bar, sus ojos y su paladar se iluminan delante de un paquete de papas fritas y una Coca Cola. Eso es felicidad para él. Así de simple. Así es él. Y lo será por siempre.

Mónica Gómez