Hoy presentamos el final de este policial que tiene un desenlace inesperado que nos deja reflexionando sobre la violencia familiar, no sólo como la conocemos en la mayoría de los casos, sino en todas sus formas.
Si no has leído la primera parte, comienza aquí: El monstruo I
El Monstruo II
El fatídico día, contó Miguel entre lágrimas, terminaba de almorzar una sopa que se había hecho él mismo mientras Teresa estaba, como siempre, pegada al televisor siguiendo su telenovela favorita. De golpe entró Sonia, asustadísima y pálida como si hubiera visto un fantasma.
-Acabo de matar a Laura –dijo casi sin expresión.
-¿Qué decís, nena?
-Fue un accidente. Discutimos porque ella, pendeja de mierda, anda atrás de mi chico y bueno, la agarré del cuello –recién ahí rompió en llanto- y se me fue la mano. Está tirada en el garage –lloró más fuerte- yo no quería, no quería...Sólo quería asustarla –balbuceó mientras se abrazaba a la madre.
-Sh, sh... bueno, calma, hijita –la consoló Teresa. No fue a propósito, vos la querías mucho, fue simplemente un accidente, pobrecita.
Miguel había quedado mudo y paralizado.
-Entonces hay que llamar a la policía y explicarles lo que pasó – atinó a decir el hombre, buscando el teléfono.
-¡Ni se te ocurra! –saltó Teresa mientras Sonia se secaba las lágrimas con la manga de la remera-. La policía no cree en accidentes y la declararían culpable y la vida de nuestra hija estaría arruinada para siempre.
-¡Ya lo está! –se atrevió a decir Miguel.
Teresa se le acercó levantando su mano amenazante de cachetada, gesto que usaba siempre que quería lograr su cometido y someter a su marido.
-Nunca vuelvas a repetir eso, ¿oíste? Esto lo resuelvo yo porque vos, como siempre, sos un inútil –dijo mirándolo con asco-. Es nuestra hija y hay que ayudarla.
- ¿Qué querés?¿Que me metan en prisión? –agregó Sonia con furia.
Miguel se desplomó en un sillón sin atreverse a hablar. Estaba llorando en silencio. No podía creer lo que sucedía. Teresa daba vueltas y pensaba. Sonia la seguía con la mirada.
-Lo primero que hay que hacer es deshacerse del cuerpo, esconderlo en un lugar donde no puedan encontrarlo –pensó Teresa en voz alta.
-¡Claro! –acotó Sonia- tendríamos que enterrarlo en el bosque, donde no lo encontrarían nunca.
-Perfecto. Manos a la obra –ordenó Teresa-. Vos, idiota –se volteó a su marido- esta noche nos ayudás a enterrar el cuerpo, ¿entendiste?
Miguel no tenía opción. Siempre había sido así, siempre ganaba Teresa y ahora encima, se sumaba Sonia. No quería él también terminar ahorcado ‘por accidente’. Cuando Cecilia se dio cuenta que Laura no había vuelto a casa, su cadáver estaba ya enterrado y los Mirelli comenzaron el teatro.
Pero a las pocas semanas, Miguel no daba más de no dormir por culpa, de mentir y soportar a su mujer y su hija que – dentro de los muros de la casa – vivían la vida cotidiana como si nada.
El día que vio a Teresa arreglándole el pelo a Sonia para salir linda en televisión, no pudo más.
-Yo me entrego a la policía –les dijo.
-¿Qué te pasa? –preguntó Teresa distraída.
-No doy más. Yo prefiero entregarme, culparme yo, decir que la maté yo y listo.
-Oh, papi –dijo Sonia viendo su conveniencia-. ¿Harías eso por mí? –agregó con una sonrisa que jamás había prodigado a su padre.
-Sí, sí, digo que la maté yo, en el garage, que tuve un momento de locura.
Ambas mujeres lo escuchaban con interés. Convinieron en que era perfecto porque así se terminaba la cuestión. Sonia podría volver a vivir su vida normalmente y la culpa caería sólo sobre él.
Esa historia contó Miguel a sus interrogadores esa madrugada en la prisión de Santa Rita, la más cercana a Atripana. Un profundo silencio cayó sobre todos los presentes cuando Miguel terminó su relato y se llevó las manos a la cara.
-Oh, ¿qué dije?, ¿qué dije? – repetía con desesperación.
El jefe de policía que llevaba el caso y el abogado defensor se miraron con un gesto de comprensión. Ahora sí que la historia cuadraba. Era tremendo, pero tenía asidero. El monstruo no era Miguel sino que el verdadero monstruo había sido la furia de Sonia al creer que su prima flirteaba con Omar.
-Vivimos en una sociedad de mierda –murmuró el policía dejando la habitación, mientras retiraban a Miguel que seguía en lágrimas.
Al día siguiente, cuando se enteró del arresto de Sonia, Miguel se asustó y se retractó. Dijo a su psiquiatra que lo habían obligado con violencia a decir eso, sin saber que ella estuvo todo el tiempo detrás del vidrio de la Cámara Gesell, presenciando todo. Nadie lo obligó a nada, por supuesto.
Sonia, que estaba loca como una cabra, quería confrontarlo.
-Que me mire a la cara y me diga que yo la maté –gritaba enfurecida.
Miguel moría de miedo de sólo pensar en verla y sus defensores lo sabían. Encontrarse con la furia de su hija no haría más que hacerlo repetir que el culpable era él. Las investigaciones continuaron y finalmente se encontraron las huellas digitales de Sonia en la soga que se halló enterrada a pocos metros del cuerpo. La sorpresa fue que en un pedazo de tela que envolvía la soga se encontraron las huellas de Teresa.
El pequeño pueblo volvió a sacudirse cuando un día la policía se llevó a Teresa y ante la mirada estupefacta de Rosita, dijeron:
-No se vaya, que en un rato, vuelve su padre.
Así fue, ambos se abrazaron y lloraron.
-Perdón, papá, yo no sabía... –lloró Rosita después que él le contó cómo su madre y Sonia habían enterrado el cuerpo cuando él se había negado a ayudarlas.
-No podía, yo no podía, pobrecita Laura...Yo no podía ni verla ni tocarla –lloraba Miguel mientras su hija le acariciaba las manos toscas-. Desde que vos te fuiste la relación con tu madre se puso peor y Sonia la seguía. No me hacían de comer, Sonia quería dormir en la cama grande con su madre y a mí me mandaban al sillón del comedor. Se la pasaban insultándome. Por eso preferí ir a la cárcel. Yo no podía sacarme a Laura de la cabeza y ellas estaban como si nada.
-Entiendo, papá, entiendo... –lo consolaba Rosita-. Calmate, ya no te pueden lastimar.
-¡Sí que pueden! –reaccionó Miguel-. Algún día van a salir...
Miguel siguió diciendo que él era culpable, que un día por cansancio, había contado una historia que no era verdad, que estaban en prisión dos personas inocentes, que el asesino era él.
Pero ya nadie le creyó.
Mónica Gómez
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