Primera parte
Eran las siete de la mañana de aquel día soleado y con tanta luz, que lo último que tenía era ganas de ir a pasar el día en mi oficina gris y marrón, compartiendo tareas con otros seres igualmente oscuros y deprimentes. ¿Por qué será que el trabajo toma todas las horas de sol? Debería ser al revés. El tiempo libre tendría que estar ubicado en las horas de sol. Podríamos trabajar de tardecita, dormir de madrugada y luego disfrutar del día. Cierto era que yo no tenía mucho que hacer fuera del trabajo. Desde que quedé viudo cinco años atrás, vivía encerrado en mi casa y en mí.
-Dale, Mario -me decían mis compañeros-, tenés solo treinta y cuatro años, ¡levantate una mina y cambia la cara!
Yo me levantaba minas, pero no me servían de mucho. La realidad es que no sabía muy bien qué buscaba en la vida ni tampoco hacia dónde iba. No tenía familia. Mis padres ya fallecidos, hijo único, sólo contaba con unos primos y tíos que me llamaban cuando necesitaban dinero. No que fuera millonario, simplemente que mi sueldo de jefe del personal desde hacía varios años, era considerable, y teniendo en cuenta mi vida apática, simplemente se iba acumulando. Ya pasaría la apatía, estaba seguro. No hay mal que dure cien años, rezaba aquel tango que cantaba con mi papá en la infancia.
Me reía solo cavilando sobre mis estupideces mentales mientras caminaba, como todos los días, hacia la estación del tren que me llevaba a mi oscura oficina del centro de la ciudad. No me molestaba tanto el viaje como la cantidad de gente, el apretuje era lo que me ponía de mal humor. Pero nada podía hacer yo para cambiar esa realidad de la ‘hora pico’.
El tren ya se llenaba en la estación terminal con lo cual era imposible viajar sentado. Por suerte, después de años de trayecto, la tecnología me regaló el MP3 para ir escuchando música y hacerlo un poco más llevadero.
Entre la masa de gente que esperaba en el andén, encontré las caras de todos los días. Dormidos la mayoría, varios hablando por celular, nadie leyendo el diario por el simple hecho de que no había lugar para desplegarlo. Subí al tren con la marea que me empujaba. He descubierto que es más fácil si uno se afloja y se deja llevar y simplemente se para cuando la marea se detiene. A veces pienso que somos una hermandad, todos estos seres que jamás cruzamos palabra pero viajamos juntos todos los santos días, mi ropa tocando la suya o, lo que es aún más cercano en los tiempos veraniegos, nuestras pieles tocándose. Menos mal que a la mañana están todos dormidos y a la tarde, cansados. Si no, estas horas pico serían un jolgorio.
La marea me colocó cerca del pasillo, donde podía ver la gente cómodamente instalada en sus asientos. Freddie Mercury me cantaba al oído mientras me entretenía mirando la gente: Una chica joven estudiando sus apuntes, subrayando
La marea me colocó cerca del pasillo, donde podía ver la gente cómodamente instalada en sus asientos. Freddie Mercury me cantaba al oído mientras me entretenía mirando la gente: Una chica joven estudiando sus apuntes, subrayando
furiosamente con marcador amarillo luminoso, una pareja de recién casados (se nota por el brillo de las alianzas nuevas) haciéndose mimos, medio dormidos, una señora con tanto maquillaje que me imagino se debe haber levantado a la madrugada para poder llevar a cabo semejante obra de arte. Al lado de ella, pegado a la ventanilla, ahí estaba él.
¿Por qué me llamó la atención desde que lo vi? ¿Era su traje impecable y su peinado a la gomina? ¿Eran sus manos finas y temblorosas? Lo miré a los ojos y me asusté de la angustia que llevaba a cuestas. Una ola de compasión me recorrió el cuerpo en el mismo momento en que una lágrima se le escapó de un ojo, rodando por su mejilla y cayendo en sus manos. El hombre miraba por la ventanilla sin ver. Tendría unos cincuenta años pero su dolor era tan palpable en su físico que parecía de mucho más. Sacó un papel de su bolsillo y lo leyó, largándose a llorar en silencio. Nadie le prestaba atención, nadie se dio cuenta que había una persona llorando. Me sentí extraño. ¿Era sólo yo quien lo percibía?
De golpe el tren se detuvo entre medio de dos estaciones, como muchas veces sucedía. Un murmullo exasperante se levantó de entre la masa, no sin algunas puteadas, pero yo estaba concentrado en el pobre hombre, que no soltaba el papel de las manos.
El tren seguía detenido y en un momento, abrieron las puertas. El guarda pasaba diciendo que había un problema, un mal funcionamiento, que no podía seguir y deberíamos ir a pie hasta la estación. La rabia de todos llenó el aire, escuché más insultos y gritos, pero en realidad, yo seguía enfocado en el hombre lloroso, que bajó del tren con la marea y empezó a caminar.
Fue ahí que decidí acercarme y caminar a su lado. Había guardado el pedazo de papel en el bolsillo y se movía con aire cansado y agobiado.
-Disculpe –me animé a decirle- ¿está bien?
-¿A mí me habla? –me miró sorprendido-. Eh...sí, estoy bien.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó disimular con una carraspera.
-¿Lo puedo ayudar? –insistí.
-No, lamentablemente, nadie puede ayudarme –miró hacia el frente-. Estoy yendo al Consulado Italiano-. Las lágrimas no dejaban de correr, pero seguía hablando con voz firme-. ¿Quiere saber lo que dice este papel? –me dijo de repente-. Que mi hijo está muerto –rompió en llanto.
Nos detuvimos en medio de las vías y el extraño se dejó abrazar y lloró en mi hombro.
Luego de unos minutos, se calmó, se limpió la cara con un pañuelo y comenzamos a caminar otra vez. Se disculpó conmigo, pero a mí me había parecido absolutamente normal contenerlo. Le dije que yo sabía lo que era la muerte y no podía menos que ofrecerle mi hombro. Mientras llegábamos a la estación, me fue contando su historia.
Su esposa había fallecido cuando su hijo, Ricardo, tenía doce años y quedaron solos, ya que él nunca rehizo su vida. Ricardo fue siempre voluntarioso y ayudaba a todo el barrio en lo que podía. Siempre tuvo ese carácter. Tenía miles de amigos, era querido donde iba.
Segunda parte
Rafael se conmovía contándome.
-Mi hijo fue siempre un buenazo. Desde chiquito que participaba en cuanto evento de ayuda se organizara en el barrio. Fue voluntario de Cáritas en un momento, pero cuando fue creciendo no quiso saber nada con la Iglesia y abandonó el grupo pero no por eso dejó de lado su voluntad de servir.
El hombre estaba deshecho y mientras caminamos por los andenes, lo seguí escuchando.
-Hace dos años, cuando cumplió los veintidós viajó a Europa con unos amigos. Había juntado dinero con su trabajo de remisero. Yo siempre trabajé, tengo una buena pensión y no necesitaba de su dinero y le planteé que se dedicara de pleno a los estudios.
-¿Universidad?
-Si, leyes, porque claro, quería defender a los pobres. Decía que cuando se recibiera iba a poner un consultorio gratuito en algún barrio carenciado y otro estudio en Tribunales. Una suerte de Robin Hood, sacarle a los ricos para darle a los pobres.
-Muy buena idea –dije pensando en todas las injusticias que cometen los mismos abogados. Mi interlocutor parecía recuperar sus fuerzas cuando hablaba de su hijo.
-Le contaba de su viaje a Europa –prosiguió-. Fue con unos amigos por un par de meses. Visitaron sólo España e Italia. No querían ese tipo de turismo de veinte ciudades en un mes, que luego termina siendo nada porque uno no sabe si tal puente o tal obra la vio en París o en Ámsterdam o en Berna. En Roma conocieron a un grupo de voluntarios que estaba dedicado a un trabajo muy especial: Lampedusa. ¿Escuchó hablar de Lampedusa? –preguntó mirándome.
-Mmm, no, la verdad que no.
-Lampedusa es una isla italiana, la más austral del continente europeo, o sea la más cercana al África y por lo tanto, es el lugar de desembarco de miles de africanos que escapan cada día del hambre y la pobreza, esperando que el viejo continente se apiade de ellos.
-¡Pobre gente!
-Exacto, pobre gente, porque ya son pocos los que pueden sobrevivir a semejante viaje en barcazas destruidas que deben vérselas con los embates del Mediterráneo, y cuando llegan, sólo los detienen en un centro de recepción hasta poder mandarlos de vuelta. Es algo muy triste.
-Ya lo creo –murmuré mientras el señor volvía a lagrimear.
-Pero resultó que ellos me lo mataron –exclamó en un grito de angustia y llanto. Lo volví a abrazar. Siguió llorando en mi hombro mientras los demás compañeros de viaje nos pasaban por al lado, apenas mirándonos de reojo, curiosos algunos, sospechosos otros, con una mirada de compasión los menos. Lo dejé descargarse. Ya estábamos cerca de la estación, sólo unos pasos.
-Mientras esperamos a que se reanuden los trenes, lo invito con un café. Así me sigue contando –le dije con ternura.
-Gracias –me sonrió entre su rostro grisáceo- disculpe, pero me hace bien poder hablar.
-Y a mí me interesa escucharlo.
Por unos metros caminamos en silencio, perdido cada uno en su pensamiento. O al menos yo en el mío. ¡Cuántas historias se esconden detrás de un ser humano! Y cómo es la vida, la casualidad o ‘causalidad’, según algunos, que justo ese día yo tenía que encontrar a este hombre. Pensando en ‘hombre’ me di cuenta que no nos habíamos presentado.
-Perdón, nunca me presenté. Mi nombre es Mario –dije.
-Ah, tiene razón. Lloré en su hombro pero ni siquiera sabe cómo me llamo. Mi nombre es Rafael –dijo con una media sonrisa.
El altoparlante de la estación anunciaba que el servicio de trenes se restablecería en una hora. Eso significaba que podríamos tomar un tren, con suerte, en dos horas, después que hubiera pasado el malón de gente. Entramos al bar y nos ubicamos en la única mesa desocupada, en un rincón. No hizo falta que le preguntara nada. Rafael necesitaba hablar.
-Ricardo conoció a un grupo de voluntarios que viajaba por períodos a Lampedusa para ayudar en la recepción de estos ‘inmigrantes clandestinos’, como los llaman. Los atendían al llegar, hablaban con ellos a través de un intérprete o en inglés, les hacían la comida, distribuían la ropa y frazadas que habían juntado. Siendo mi hijo como era no quiso perderse la experiencia y fue con este grupo una semana. Se hubiera quedado más tiempo, pero ya tenía su pasaje de vuelta y la facultad lo esperaba. Pero había quedado en él la semilla de esa labor.
-Habrá sido una hermosa vivencia.
-Uh, sí, no se imagina la cantidad de historias que recogió en esa semana, en contacto con los inmigrantes. Los dramas, las tragedias de la vida cotidiana. Se había quedado impactado con una mujer que venía de Nigeria. Tenía el rostro desfigurado porque una vez, cuando estaba embarazada, se había negado a tener relaciones con su marido y éste le echó aceite hirviendo en la cara pensando que tenía un amante. La mujer se había escapado, con sus dos hijos, uno de cinco años y el más chiquito de uno. El pequeño no pudo soportar el viaje y murió en altamar. La mujer contaba con mucha calma cómo lo había envuelto en su pañoleta y lo había depositado en el mar, dejando que se hundiera entre las aguas celestes de ese mar que esperaba pudiera salvar la vida de su otro hijo.
Pero allí estaba, esperando que la mandaran de vuelta.
-Demasiado triste...
-Sí, y el corazón de mi hijo no podía con esos dolores. Quería ayudar. Después de esa experiencia, quedó casi obsesionado con el tema. Decía que su objetivo era ir como abogado a intentar hacer justicia, trabajar con las Naciones Unidas en construir un futuro para estas personas, en algún lugar del mundo donde pudieran tener un espacio. El grupo de voluntarios tenía el proyecto de construir una comunidad donde estos mismos inmigrantes pudieran re hacerse como un primer acercamiento a la cultura italiana.
-Qué buena idea –dije, metiéndome en el tema- ¿Por qué no formar una comunidad, hacerlos trabajar, que se construyan sus propias casas, por ejemplo?
-Claro, algo así, el problema es la tierra, conseguir que el Estado les diera tierras, ya sea el Estado italiano o la comunidad europea. Pero usted sabe, como siempre, el problema del dinero.
-Ah si, el dinero y esa ayuda que parece que se da y nunca llega. El mundo entero habla siempre de la ayuda a África, pero en lo real y concreto, nadie hace nada y estas cosas que usted me cuenta siguen ocurriendo –argumenté con un dejo de enojo. Siempre me pone mal este tema, aunque reconozco que soy yo el primero que no hace nada.
-Y bueno, Ricardo en definitiva quería hacer algo. Y por eso volvió, hace unos meses.
-Y yo lo admiro, porque yo hablo como todos, pero soy de los que no hace nada, en cambio su hijo...-Otra vez las lágrimas y su pecho que se movía acongojado-. Pero dígame, ¿qué pasó?
Se sonó la nariz, tomó un trago de agua y continuó.
-Ricardo estaba contentísimo. Me mandaba mails todos los días, como si fuera una especie de diario, contándome la gente que había conocido y como marchaba el proyecto. Es más, había conocido a una italiana, Marina Ferretti. Ya me lo veía viviendo allá. Me apuré, pero me lo imaginaba. Me la presentó por Skype, una chica muy agradable. Un día me habló muy preocupado. No había fondos, no mandaban comida y esta gente estaba literalmente sin comer y eso pone furioso a cualquiera. Me dijo que había surgido un grupo de inmigrantes muy agresivo-. Hizo una pausa-. Y esa fue la última vez que hablé con él. Después por dos días no tuve noticias. Llamé y llamé al celular hasta que al tercer día me respondió Marina. La note llorosa y me asusté. En un italiano que no quise comprender pero que era claro como el agua la escuché decir que Ricardo-
Rafael se quebró. Le tomé la mano y al cabo de un momento siguió adelante.
-El grupo de inmigrantes muerto de hambre, había prendido fuego a las instalaciones. Ricardo, Marina y otra gente del grupo estaban afuera haciendo juegos con unos nenes, que empezaron a llorar a los gritos. Uno de ellos se metió adentro buscando a su mamá, sin importarse del incendio. Ricardo lo siguió, en un impulso. Y en ese momento fue cuando se produjo una explosión –Rafael no pudo continuar. Una vez más, lloró. Seguramente las imágenes le azotaban la cabeza. Volvió a sacar el papel que guardaba en su bolsillo.
-Eso sucedió hace cinco días, el diez de noviembre. Me puse en contacto con el Consulado Italiano para hacer el trámite de traer el cuerpo de mi hijo. Marina hizo todo desde allá. Ahora tengo que hacer el trámite acá. Ayer recibí esta comunicación del cónsul.
Tercera parte
¿Una comunicación del cónsul? –pensé. Rafael me pasó el papel que decía en términos muy formales que el Consulado Italiano se disponía a ayudarlo del modo que creyera conveniente y el palabrerío frío y distante acostumbrado en estas ocasiones que no hace más que reforzar el dolor.
“El modo que creyera conveniente”. Me dejó pensando esa frase.
-¿Y qué va a hacer? –me animé a preguntarle. Quizás mi mirada me delató.
-¿A qué se refiere? Los restos de Ricardo fueron cremados. Quisiera traerlos a que descansen junto a su madre –parecía haber acabado las lágrimas.
-¿Y si los arrojara allí, en Lampedusa?
-¿Qué dice? –me miró extrañado.
-Digo, usted discúlpeme, yo no soy nadie, ni lo conozco-
-No hay mucho más por conocer aparte de lo que le he contado –contestó con una leve sonrisa- dígame todo lo que quiera.
-Sólo pensaba que si para Ricardo era tan importante esta misión, si sufría con el dolor de estas personas que hacen esas horrendas travesías a través del mar, quizás él hubiera preferido descansar allí, entre esas aguas.
Rafael se quedó pensativo. Unas lágrimas comenzaron a reaparecer y quiso servirse agua de la jarra pero ya no quedaba.
-Mozo! –llamé-. ¿Quiere otro café, Rafael?
-Sí, gracias.
-Mozo, un poco más de agua, y otros dos cafés.
-Sabe que tiene razón, Mario –habló por fin-. Yo estoy solo, no tengo que rendir cuentas a nadie. Quizás lo mejor sea lo que usted dice, como homenaje a mi hijo –dijo mirándome y sin llorar.
-Usted tiene que estar orgulloso de su hijo –comenté con firmeza-. A mí me llena de respeto y admiración una persona como él. Me hace sentir una cucaracha, insisto, porque todos estamos llenos de buenas intenciones pero nunca hacemos nada.
La voz metálica del altoparlante anunció que se retomaba el servicio.
Por un momento, se produjo un silencio que me hizo reflexionar: yo vivía una existencia monótona y bien podía hacer algo para sacudirme la apatía. Me ofrecí a acompañarlo al consulado. Llamé a mi trabajo y avisé que me tomaba el día. Ese día que cambio mi vida.
Con Rafael nos hicimos tan amigos que en pocas semanas lo acompañé al viaje a Italia.
Lampedusa nos recibió con el calor de sus costas y el frío de sus problemas. Los lugareños pasaban del enojo a la compasión, literalmente. Vi una señora tirar una frazada en la cara a un voluntario:
-Tomá, acá tienen para esos africanos que sólo nos traen problemas.
-Gracias, señora, junte más cosas –sonrió el voluntario.
Marina y el grupo de voluntarios se habían encargado de todo. Organizaron una ceremonia, que comenzó con una misa en una iglesia. Todos los que lo conocieron hablaron de él pero lo más emocionante era darse vuelta y ver la iglesia llena hasta el tope de africanos que habían conocido a Ricardo. Luego montamos en una barca, algunos voluntarios, Rafael, Marina y yo y nos dirigimos a poca distancia donde se largarían las cenizas. Rafael abrió la urna, tomó un puñado de cenizas y lloró pero se recuperó inmediatamente, como si el mismo contacto con lo que quedaba de su hijo le diera una fuerza extraña. Alzó el brazo y abrió la mano dejando volar las cenizas. Me pidió que hiciera lo mismo, tomándome por sorpresa. Lo hice, por no desairarlo y creo que ése fue el momento de mi transformación. Hubo algo mágico en ese contacto, algo que sentí que Ricardo me estaba diciendo. Entonces fui yo quien no pudo retener las lágrimas, pero no de tristeza sino de emoción, de corazón, de sentimiento. Experimenté el gran poder de un corazón abierto. Mientras solté las cenizas al viento, dije – sin saber por qué - “Gracias Ricardo”.
En esos días, fue una fuerte sensación ver esos rostros oscuros y conocer esas historias. Sabíamos con Rafael que ésas eran las personas con las que Ricardo había compartido sus últimos días, las personas por las cuales había dejado su vida, en definitiva. Y no podíamos defraudarlo.
-¿Qué pensás hacer, Rafael? –le pregunté dos noches antes de nuestro vuelo de regreso.
-¿Por qué lo preguntás? –me contestó con una sonrisa-. ¿Vos tenés algún plan?
-Sí –contesté sin dudar- lo vengo pensando desde hace días y ya lo decidí. Me vuelvo a Buenos Aires, me despido de mis parientes, vendo mi casa y me vengo para acá.
-¿Y de qué pensás vivir? –me preguntó interesado.
-Creo que el dinero me alcanza para dar el adelanto y comprarme ese hotelito medio derrumbado que está cerca del Centro de Recepción. Me gustaría armar un lugar donde pudieran instalarse los voluntarios, sin costo.
-¡Pero hombre! Vuelvo a preguntarte, ¿de qué vas a vivir?
-De algunos turistas que paguen bien.
-Ah, vos también con la historia de Robin Hood –comentó serio.
-Sí, algo así.
-De todos modos, date cuenta que no te alcanza el dinero para montar el hotel.
-Bueno, Dios proveerá. Estoy decidido a venirme.
-Yo estaba pensando... –comenzó sin mirarme, aunque supe que era algo que tenía mucho que ver con lo que yo había dicho-. Yo ya no tengo nada en Argentina. También pensé en vender mi casa. ¿Qué te parece si nos asociamos?
Fue la primera vez desde que nos conocíamos, que nos reímos y lloramos a la vez.
Hace cinco años ya que estamos aquí en Lampedusa, instalados en nuestro bed & breakfast que por supuesto se llama “Ricardo”. Recibimos turistas que pagan sus tarifas, y también voluntarios que siguen viniendo a ayudar a los inmigrantes. Rafael va todos los días al mar. Es su ritual, dice, de saludo cotidiano a Ricardo.
-Buon giorno... saluta a papá.
-Ah, cuantas veces les dije que mi esposa y mi hijo tienen que aprender mi idioma. Se dice “buenos días”.
-¡Buenos días, papá! -me saltó mi hijo encima-. ¿Hoy también vamos con el abuelo Rafael a jugar con los nenes africanos?
-Sí, si, mi amor, como siempre...
Miré en dirección al mar y dije: “Gracias, Ricardo”. Esta vez, sí sabía por qué.
Mónica Gómez
Manipulación fotográfica y fotomontajes: Magaly Ávila.
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