En este final, Mónica nos describe la situación angustiosa y cargada de sufrimiento que implica el tener que atravesar una injusticia. Después de leer sus palabras claras y explícitas, no podremos permanecer indiferentes.
Si no leíste la primera parte comienza aquí: El exilio I.
El exilio II
Estábamos todos en casa, tomando mate. Normalmente nos juntábamos los domingos, con el papá de Mariela también y pasábamos el día en familia. Luis, Eduardo y Roberto, el suegro, mirando carreras (creo que eran carreras de autos, o alguno de esos deportes que le gustan a los hombres). Mariela y yo estábamos charlando de qué fiestita organizar para los cinco años de Sebi y los dos de Virginia. De repente, irrumpió José, el hermano de Mariela, con una urgencia que asustaba.
-Nos tenemos que ir, ¡ya! –exclamó casi sin respirar.
-¿Adónde? ¿De qué hablás? –preguntó Eduardito.
-Hijo, por favor, calmate y explicanos lo que pasa.
José se sentó, inspiró y se tocó la cabeza.
-Nos tenemos que ir del país, los tres, ustedes y yo. Bueno, los cinco, con los chicos también.
-¿Qué decís? –casi gritó Mariela, con un dejo de angustia.
-El gobierno desvalijó la sede del partido. Los de arriba están desaparecidos y se dice que irán contra todos.
-¿De qué estás hablando? – dijo Luis.
-Pero si ustedes no hicieron nada malo. Al contrario, ayudar a los necesi-
-Sí, mamá, sí que hicimos algo malo –me encaró Eduardo-. Lo que hicimos fue poner en evidencia que este gobierno no sirve, que sólo piensan en ellos y en sus clases pudientes...
-Y eso es lo que no perdonarán –agregó Mariela entre sollozos.
-Rápido, hay que irse –volvió a repetir José.
-¿Adonde? –preguntamos todos.
Para esa pregunta nadie tuvo respuesta inmediata. Sólo se mencionaron unos primos que el papá de Mariela tenía en España. Lo que sucedió en esos días fue vertiginoso. Se prepararon para viajar y al menos hasta organizarse podían parar en casa de estos parientes en Valencia. Casi ni tiempo de llorar me dieron que ya se habían ido, Eduardo, Mariela, José y mis nietos. ¡Mis adorados nietos! Claro que Eduardito seguía siendo mi amor pero ya era grande, podía soportar no verlo, aunque no nos hubiéramos separado nunca. ¡Pero los chicos! A ellos, que crecen y cambian de un día para el otro, los extrañaba con un dolor desgarrante. Odié al gobierno que me quitaba la posibilidad de ver crecer a los hijos de mi hijo. Aunque también agradecía cada vez que me enteraba de alguna persona que buscaba un familiar desaparecido. Cuando la gente decía: “Y bueno, si se lo llevaron, por algo será, en algo estaría metido”, yo sabía fehacientemente que no era así.
Fueron años horribles, las comunicaciones eran muy lerdas. Recibíamos cartas y algún llamado excepcional de vez en cuando. Decían que estaban bien pero no daban muchos detalles. Las cartas de Eduardo dejaban traslucir su tristeza, una nostalgia por su país y la vida truncada que había tenido que dejar. No me lo decía pero yo sé que sufría. Estaba trabajando en un laboratorio de análisis clínicos, pero no como médico, sino como asistente. La vida era dura, estando solos y fuera de sus costumbres. Me pedía encomiendas con Criollitas, yerba, alfajores. Las fotos de los chicos no hacían más que cargarme de angustia por no poder verlos y abrazarlos. El día de mi cumpleaños y de mi marido, nos llamaban por teléfono pero siempre se escuchaba entre cortado, y mejor así, para que no se me notaran las lágrimas en la voz.
De pensar en ir a verlos, ni de casualidad. Cuando tuvieron que irse de urgencia, el papá de Mariela consiguió la plata prestada, que todavía estamos pagando. Fue una experiencia tremenda que duró siete larguísimos años. Cuando por fin se reinstauró la democracia, salieron a la luz las historias horrendas de quienes no tuvieron la suerte de poder irse a tiempo. De sólo pensar que mi familia podría haber estado entre los miles y miles de ‘desaparecidos’, como los llaman, se me hiela la sangre. ¿Guerrilleros todos ellos? Así pensaba mucha gente, pero no fue así. ¿Qué hacía mi hijo acaso, ponía bombas? ¡No! Ayudaba a los necesitados. ¿Eso es ser revolucionario? En fin, fue, es y será una página vergonzosa de la historia, no sólo nacional sino mundial, y mi familia se salvó por obra y gracia del Señor.
Ahora estábamos los tres, Luis, el papá de Marie y yo, siete años más viejos, en el aeropuerto. Los carteles indicaban que el avión ya había aterrizado. Mi cara se transformó en un mar de lágrimas cuando los vi aparecer a la distancia. Instantáneamente pensé en esas mujeres que pedían justicia y me sentí la madre y abuela más afortunada de la tierra.
Mónica Gómez
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