Hoy Mónica comparte con nosotros este relato sobre una emoción tan humana como real.
La fiesta de las fogatas
El ruido ensordecedor del silencio me va a matar – pensó mientras tomaba su chaqueta y salía disparado hacia la camioneta. Era un día de ésos en que el sol iluminaba el verde del valle y las hojas de olivos parecían danzar en todo su esplendor. Pero él no veía nada. Mejor dicho, estaba harto de ver. Se dirigió al shopping del pueblo que, aunque podía ser el lugar con más ruido, estaba desierto. Claro, lunes a la mañana. Nadie iba de compras en ese momento. Sobre todo porque era el día de la semana en que se armaba la feria en el pueblo vecino y ahí se encontraban puestos callejeros que ofrecían desde zapatos y artículos de perfumería hasta pescado y alfombras.
Necesitaba llenar su cabeza con algo, sentía que le iba a explotar. Nunca fue bueno para esas cosas, quizás un psicólogo lo tildaría de negador, pero él defendía su forma de ser a rajatabla y no estaba dispuesto a cambiar.
-No te estoy abandonando –las palabras de Sonia le rebotaban en el cerebro.
-¿Y entonces?
-Simplemente me estoy tomando un tiempo –continuó mientras vaciaba un cajón en su valija.
-¿Y para qué cuernos necesitas un tiempo? –preguntó con angustiado enojo.
-Para estar sola y pensar.
-¿En qué diablos debes pensar? –insistió él.
-En mí, en mí, necesito pensar en mí –la mano derecha golpeando sobre el pecho enfatizaba la necesidad-, saber qué quiero y adónde voy. ¿Lo puedes entender?
-Entonces no me amas...
-Sí, sí que te amo pero es que... –se interrumpió.
-¿Qué?
-No sé. Te llamo en estos días –había concluido mientras salía de casa con el peso de la valija y su confusión.
Porque estaba confundida. De eso él estaba seguro. Había dicho que lo amaba, así que no era eso. Pero la vida debería ser más simple. Si dos personas se aman, viven juntas y resuelven los problemas de a dos. ¿Qué era eso de necesitar tiempo para ella? ¡Mujeres modernas! Según recordaba, su madre nunca tenía tiempo para ella y era extremadamente feliz. O al menos eso dijo siempre. Él no tenía esa necesidad. Al contrario, cuando estaba solo se aburría. Le gustaba estar en compañía y eso le parecía de lo más normal. A sus amigos también les gustaba. De hecho, Fabián siempre lo llamaba cuando a su mujer le tocaba trabajar en día domingo.
Y ahora, sin ella, no sabía qué hacer. Esa casa, por la que tanto lucharon, su pequeño espacio en la naturaleza, le resultaba enormemente vacía. Antes le encantaba dormir hasta las 11 al menos cuando le tocaba hacer el turno de la tarde. Ahora, se despertaba a las 7 y no podía volver a cerrar un ojo. Intentó llamarla pero ella nunca respondía. Hacía 4 días que había partido y ni señales. El fantasma de no verla nunca más le rondaba en su pecho como un molesto mosquito en una noche de verano.
Se sentó en uno de los bancos de plástico verde que estaban frente al negocio de jeans. Fue peor. Comenzó a recordar las veces que había venido con ella a ese lugar, cómo reían mientras se probaban pantalones de distintas marcas y talles. Esas pequeñeces que quizás él siempre dio por sentado, ¿volverían a ocurrir?
Un sudor frío le recorrió la cabeza, mezclándose con una lágrima que derramó casi sin darse cuenta. “No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos”, le resonó en la cabeza. Y con esa conciencia, se largó a llorar como un chico, como no había llorado nunca.
Mónica Gómez
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