Mónica Gómez nos trae un policial con ribetes misteriosos y sorprendentes donde los valores tradicionales pesan más que cualquier otra cosa.

Caso de familia

Ricardo estaba resignado y a su vez en paz.
-Ahora puedo aguardar la muerte sabiendo que Dios me espera. Y ella también –rompió en llanto una vez más.
-Hijo –le acarició la cabeza el sacerdote de la prisión- es bueno que te hayas quitado ese peso de encima con tu confesión.

Todo había ocurrido quince años atrás, cuando hacía poco tiempo que Ricardo y Estela estrenaban su casa en el country. Un matrimonio envidiable y envidiado. Un amor novelesco nacido de jóvenes que aún en los cuarenta, mantenían inalterable. Ella, profesora de letras, él, gerente de una empresa alimenticia que hacía unos años había pasado a manos de un grupo extranjero. De su trabajo echaron a todos los gerentes, menos a él, a quien valoraban por su capacidad profesional y organizativa. “Fue cuando las cosas empezaron a andar bien”, dijo, y se mudaron al country.

Estela no trabajaba. Ahora escribía y la tranquila vida fuera de la ciudad la inspiraba por fin, a escribir su novela. Domingos por medio, recibían a la familia de ella. Ricardo era hijo único y sus padres habían fallecido, por lo cual la familia de Estela era todo para él. Los sobrinos, de varias edades, eran su alegría y ocupaban en sus afectos el lugar de los hijos que no tuvieron.
Ricardo tenía excelente relación con todos los hermanos, eran tres, pero sobre todo con Mario, el mayor. Era él quien más adoraba a Estela, la ‘benjamina’, y eso podría haber creado celos, pero no fue así. Los cuñados eran como mejores amigos.

Un domingo que no había asado familiar jugaban River y Boca, el super clásico de la ciudad de Buenos Aires y de todo el país. Ricardo fue a ver el partido con sus vecinos en el playhouse del country mientras Estela fue a su clase de tenis. Pero llovió y Estela abandonó el partido antes de tiempo. Cuando Ricardo volvió a casa, la encontró muerta en la bañadera.

Desesperado y horrorizado, llamó a la familia de ella y todos, que no eran personas de andar haciendo aspavientos del dolor, concordaron en hacer un velatorio breve. Mario llamó a un amigo suyo, médico, para que extendiera un certificado que les permitiera ahorrar trámites inútiles y evitar más dolor en sus padres que estaban desconsolados. Así fue que al día siguiente, Estela estaba ya enterrada en el cementerio de la Recoleta.

El certificado decía “muerte por accidente doméstico.”

Allí hubiera terminado todo, a no ser por Vicky, la vecina y amiga de Estela, quien declaró haber escuchado unos ruidos extraños. Primero, como de cosas que se rompían, y luego el silencio. En el momento, pensó que era un incidente doméstico, y no le dio importancia. Pero ante la muerte de su amiga, fue tanta su insistencia que se abrió una causa legal.

La gran sorpresa sobrevino cuando al exhumar el cadáver, se encontraron tres balas en la cabeza de Estela. Los agujeros de las heridas estaban pegados y el cabello, lavado. Alguien había preparado el cuerpo de esa manera, entonces ¿Ricardo sabía cómo se produjeron los hechos? Él no habló. Se mantuvo firme y no dijo una palabra. Fue preso por encubrimiento y se aguantó la cárcel. Cayó la culpa en la familia, pero no hubo pruebas y no había motivaciones tampoco.

Mil conjeturas se hicieron al respecto pero jamás se supo la verdad, esa verdad que venía carcomiendo la conciencia de Ricardo durante todos estos años.

Continúa aquí con la segunda parte de Caso de familia II

Mónica Gómez