Carlo retorna de su mañana de snorkeling, feliz como un niño y lleno de planes para el futuro. Carla lo recibe, con aparente alegría y se dirigen a la habitación. No te pierdas el final de esta historia. ¿Se hará justicia?
Si no leíste la primera parte, comienza aquí: Aspirinas – Parte 1
Aspirinas - Parte 8
Cuando Carla abrió la puerta de la habitación, Carlo se encontró con dos policías y un señor de traje que lo saludaron con un gesto gentil. La valija con los euros estaba abierta sobre la cama.
-Creemos que esto es suyo, ¿verdad, señor Carlo D’Amato? –dijo un oficial de policía mientras el otro jugaba con unas esposas.
-Pero...si yo me registré en el hotel con otro nombre y documento... ¿cómo hicieron para...? –atinó a balbucear Carlo, mirando a Carla sin entender.
-Disculpame –se apuró a explicar ella con lágrimas en los ojos-, pero buscando aspirinas encontré el dinero y mi mamá y Gerardo me contaron todo.
-¿Todo qué? ¿No me dijiste que estaba todo bien en San ...? –él mismo se interrumpió empezando a entender que había saltado todo antes de lo que él esperaba...
-Señor D’Amato –dijo el abogado –¿usted me confirma que la señora aquí presente no tiene nada que ver con este dinero sustraído?
Carlo se sentó mientras un policía lo esposaba. Fulminó a Carla con una mirada que asustaba y por un momento pareció odiarla.
-No –dijo finalmente-. Ella no sabía nada y no tiene nada que ver. Es más, no tengo ningún cómplice. Fue todo ideado y ejecutado por mí. Mañana lo iba a entregar a una persona aquí para invertir. Podía duplicar el dinero. Capaz que hasta podía devolverlo después –comentó casi entusiasmándose y volviéndose a Carla-, ¿te das cuenta, princesa? Podríamos haber tenido cuatro millones de euros, todos para nosotros. ¿Para qué lo querían esos campesinos ignorantes? Si ni siquiera saben gastarlo – expresó con un desprecio que Carla desconoció en él-. Lo único que hacen es comprar tractores o casas inmundas para sus hijos en ese pueblo de mala muerte. -Carla se largó a llorar sin poder creer el lado oscuro que estaba conociendo de su hombre–. En cambio yo sí que le hubiera dado un buen uso. Yate, viajes, te hubiera llenado de joyas y serías una diosa griega de verdad, princesa.
-Pero yo nunca quise dinero –repuso ella enojada –yo era feliz con tu amor. Aunque ahora me doy cuenta de lo ciega que estuve. Un infeliz como vos no puede nunca sentir verdadero amor.
-Pero... princesa... –repetía Carlo confundido mientras se lo llevaban y ella miraba hacia el otro lado.
-Necesito un segundo –le dijo al señor de traje, que era su abogado, cuando Carlo y los policías habían desaparecido por el pasillo.
-Sí, como no.
Salió al balcón. El rumor del mar le hizo rememorar el momento en que su madre le daba la noticia, la charla con Gerardo, el dolor de cabeza. Creía haber actuado bien. Al menos, se sintió aliviada. El sol estaba en su máximo apogeo y sintió como si la claridad le abriera una ventana de libertad.
Unos días después, Carla estaba de vuelta en el negocio mostrándole a un cliente la madera de cerezo para la mesa de la cocina que estaba por comprar.
-Y, al final, ¿cómo era la isla? –preguntó Gerardo cuando el cliente se fue.
-Ah, preciosa. El hotel, un lujo asiático. Carísimo.
-Podés invitarme cuando quieras... –sugirió socarronamente.
-La verdad, te merecés eso y mucho más, por cómo me ayudaste.
-Estás loca, obvio que te iba a ayudar.
-Hasta incluso pensaste en decirle al abogado que hiciera todo para cubrirme delante de la policía.
-Y sí, no era el hecho que volvieras a San Giuseppe como heroína porque nadie iba a apreciar eso. Más bien ibas a ser la prostituta de la historia. Pero decime, ¿cómo te sentís?
-Mirá, fue un sacudón tremendo. Por un lado, lo extraño y a su vez me siento tonta por haber caído en sus redes.
-Pero eso es lógico, le puede pasar a cualquiera –la consoló.
-Y por otro, es como si toda esta historia me hubiera dado una fuerza que no sé de dónde saqué. Me quité un velo de encima y me siento en paz por eso.
-Uy, mirá quienes vienen ahí –señaló a través de la vidriera.
-Hola chicos –saludó Luisa.
-¡Hola mami! –sonrió Emanuel.
-¿Cómo estás, mi amor? –corrió a apretujarlo.
-Ufa, mamá, salí de encima que ya soy grande.
-Ay, perdón...
-Y, Luisa... ¿Qué chisme nos trae hoy? –bromeó Gerardo.
-Uno jugosísimo –comentó entusiasmada-. ¿Quieren saberlo?
-Sí, ma –contestó la hija resignada mientras Gerardo cruzaba los brazos en gesto de atenta escucha.
-¡La policía encontró a Carlo!
-Ah ¿sí? Y ¿dónde estaba? –Gerardo miró de reojo a Carla.
-En una isla... no me acuerdo cómo se llama, y lo agarraron con el dinero encima y todo.
-Pero qué buena noticia. ¿Y cómo fue que lo encontraron?
-Dicen que los abogados del banco hicieron mover a la policía para salvaguardar a sus clientes –respondió satisfecha-. ¡Qué me cuentan, la eficiencia y rapidez de nuestros bancos y nuestra policía, eh! ¡Viva l’Italia!
-Claro, mire qué bien... –respondió Gerardo.
-Ustedes los jóvenes deben estar orgullosos del país que nosotros les dejamos –insistió la señora.
-Sí, claro –respondieron casi al unísono sin ocultar una sonrisa.
-Bueno, Ema, vamos para casa. ¿A qué hora venís hoy, nena?
-Temprano, mamá, temprano. A propósito, Gerardo, quiero hablar con vos y aprovecho a hacerlo delante de mi madre y de mi hijo.
-¿Sí? –Gerardo la escrutó curioso y desconfiado.
-Basta con esto de hacerme quedar hasta tarde o de mandarme a los clientes durante el día como si fuera tu cadete. Somos socios así que vos también podés hacerlo, ¿oíste? –Carla notó que su hijo la miraba con admiración.
-Sí, mi general –respondió Gerardo haciendo una venia y guiñando el ojo a Ema agregó –qué brava es tu mamita, eh!
-Sí, ¿viste? –dijo el nene que aún no cabía en sí de la sorpresa.
-Bueno, y ahora ustedes dos vayan que nos vemos en casa.
-Chau, mami! –saludó el nene.
-No me la hagas trabajar mucho –bromeó Luisa a Gerardo.
-No se preocupe, señora, ¡que acá manda ella!
En cuanto los vieron salir, Gerardo y Carla estallaron en una carcajada.
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Mónica Gómez
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