El título del relato es ya descriptivo. ¿Adónde nos lleva la ambición?
Arte: rolffimages
Ambición
-Mirá, amigo –dijo sonriente, sentado al volante con Pablo asomado por la ventanilla-. En el otro apenas estiraba el brazo, tocaba la puerta. Acá tengo que alargarme.
-Qué bien, Carlitos, me alegro tanto.
Carlos había cambiado su Fiat 1500 por un modelo más nuevo, el 1600 y su felicidad era enorme. Venía de una familia de orígenes muy humildes, una infancia de privaciones en la cual jamás había disfrutado de una ropa nueva. Todo lo heredaba de sus primos – era hijo único – o de lo que mamá traía de la iglesia.
Su amigo Pablo le había conseguido este trabajo en una casa de cambio, una oficina donde se encargaban de importaciones y exportaciones. Era el ‘che pibe’, como se le dice al muchacho que se encarga de hacer mandados y trámites y va siempre de un lugar a otro. Sin embargo, él fue lo suficientemente inteligente como para crecer y volverse empleado en poco tiempo. Así fue saltando posiciones. En medio de su carrera se casó y tuvo dos hijos pero su ambición era tal que trabajaba desde las 7.30 de la mañana hasta las tardas horas de la noche. A sus hijos los veía un rato los fines de semana.
Acumular dinero se transformó en una obssión y no era inusual que Pablo se lo cruzara por el centro financiero de Buenos Aires con una valijita en mano.
-¡Carlitos! Tanto tiempo... ¿Cómo estás? ¿Te olvidaste de los amigos ya?
-No –contestaba nervioso-. Es que estoy con mucho trabajo. Mirá, ahora mismo, aquí llevo cincuenta mil dólares y estoy recorriendo bancos a ver dónde puedo invertirlos y que me den un poco más.
-¡Vos estás loco! ¿Dando vueltas por la calle con toda esa cantidad de dinero encima buscando un punto más?
-Ah, querido Pablo, es así que se hacen las fortunas –sonreía.
De ese modo, su vida siguió adelante. Jamás ver a sus hijos en un partido de fútbol o mucho menos ir a una reunión en la escuela. Eso sí, una vez al año, una semana de vacaciones en el mar. Los llevaba, los dejaba y luego los iba a buscar. Se lo debía a su familia. Siempre iban al departamento que le prestaba uno de los socios de la firma, para no gastar.
A medida que crecía su fortuna, también lo hacía su arrogancia. Conoció a Malena, una clienta de la oficina, que con su cabello rojo oscuro y sus ojos de un castaño penetrante, lo volvía casi más loco que el dinero. Con ella sí que lo gastaba en hoteles, regalos, cenas lujosas. Por varios años hizo una doble vida hasta que la pelirroja lo conminó a decidirse. Abandonó a su mujer y sus hijos que ya eran grandes e indepedientes y no querían ni siquiera el dinero de este padre egoísta y ausente. Se casó con Malena, y a pesar de que ella insistía en vivir la vida y disfrutar, una vez casados, acabó con las salidas lujosas y se rehusaba a gastar.
-Ya me jubilé –argumentaba-. Todo lo que tengo es el dinero que ya hice. Se puede terminar. Las inversiones dan siempre muy poco.
Ése fue el razonamiento que lo hizo contactar un financista en Miami. A estas alturas, Carlos había acumulado un millón de dólares y este inversor, a través de un banco americano, prometía una suculenta renta. Justo lo que él necesitaba. No desvalorizar el capital y darse los gustos con el dinero que recibiera mensualmente. Invirtió todo lo que tenía. ¿Para qué dejar algo si acá había encontrado la solución? Todos los meses su cuenta se engrosaba con los intereses y disfrutaba de la vida con Malena.
Al cabo de un año, sucedió que un mes no recibió nada. Por un par de días pensó que habría un retraso y no se preocupó demasiado, pero al ver que no tenía novedades, intentó comunicarse con el inversor o sus asistentes pero nadie respondía a los mails. Realmente se alarmó cuando llamó por teléfono y una máquina le respondió: ‘número inexistente’.
Carlos perdió todo, incluída su mujer. Dicen que terminó sus días vagando por las calles del centro, sucio y abandonado y con un portafolios destruido en mano, mirando las pizarras de los bancos con números que ya no significaban nada para él.
Mónica Gómez
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