Mónica Gómez nos presenta un relato sorprendente con dejos de tristeza e injusticias.
Arte: Anthony Wolf

Ave Maria

Santa Maria, madre di Dio, prega per noi peccatori…

Un muchacho de lentes controló disimuladamente su celular antes de apagarlo.

....adesso e nell’ora della nostra morte....

El living de la casa, convertido en capilla ardiente, estaba repleto de gente dando sus respetos a Nonna Marianella, quien yacía en el ataúd que dominaba el espacio. Con sus 93 años, había sido el alma mater de la familia. Hijos, nietos y bisnietos la rodeaban, secándose las lágrimas y repitiendo el Ave María que Sor Sofía y Sor Angela recitaban, como era costumbre en los velatorios.
El único que no lloraba era Pasquale, el hijo mayor, de 75 años, cuyo rostro adusto permanecía inmóvil, incluso en los labios. Nunca se había sentido católico en su corazón. A duras penas creía en Dios, sólo cuando agradecía haber salido de aquel infierno.

Marianella quedó embarazada de su novio Raffaele. Una tragedia en aquellos años en Andretta, un pueblito tan pequeño como la mentalidad de sus habitantes, por la mayor parte, campesinos y trabajadores de la fábrica de acero que – a 50 km – alimentaba a todas las localidades de los alrededores. Tuvieron que casarse, ella 16 y él 17. Marianella no quería de ninguna manera tener ese hijo, ¡si todavía jugaba con muñecas! Pero tuvo que asumir su error, su grave pecado y de golpe se vio envuelta en una vorágine de obligaciones que no le gustaban para nada. ¡Ella era rebelde, un espíritu libre!

-¿Te acuerdas, mamá? –masculló para sus adentros Pasquale, bajo las voces de los rezos-. Me encerrabas en ese sótano frío y húmedo en la vieja casona que los abuelos te habían regalado. En realidad, yo prefería el placard, aún con su oscuridad de espanto. Al menos podía abrigarme con las ropas. ¿Recuerdas tus gritos, tus cachetadas, tus rasguños, que luego justificabas delante de papá diciendo que yo era tan travieso que me golpeaba y me lastimaba solo?

Al principio, era tan pequeño que ni me daba cuenta de lo que sucedía. Luego comencé a pensar en contárselo a papá pero me daba miedo su presencia seria e indiferente que lo hacía parecer siempre enojado. Creo que yo ni existía para él, así que preferí callar. De todos modos, no me hubiera creído y tu represalia hubiera sido mucho peor.

Así fue hasta que cumplí diez años y empezaron a nacer mis hermanas. Una detrás de la otra. Y estabas tan ocupada que ni te acordabas de encerrarme. Yo agradecí al cielo por esas criaturas que te alejaban de mí. Y a los pocos años conocí a Rosaria, que me hizo sentir que yo no era una mala persona, que no había nada de equivocado en mí. Ella no entendía por qué yo sufría de esa tos crónica que todavía me persigue, pero no quise contárselo. Nos casamos, trabajamos, llegaron los hijos y ahora los nietos. Una vida serena y feliz. Claro que salpicada de momentos familiares – cumpleaños, navidades, fiestas – en las cuales estabas presente con tu mirada perversa. Porque tú sabes. Y jamás me perdiste perdón. Y yo nunca se lo conté a nadie. Parte del secreto murió esta mañana contigo.

Madre querida, que Dios te tenga en la gloria y no te deje bajar.

Amén

Mónica Gómez