En este relato, la autora se entrega, contándonos parte de su propia vida y nos hace pensar acerca del conocimiento de uno mismo, que tantas veces queda nublado por una vida llena de las obligaciones en las cuales nos vemos envueltos.
Vidrios sucios, alma limpia - Primera parte
-¿No sabes cocinar?
-¿No haces ningún deporte?
-¿Qué haces todo el día sola?
-Mmm... que casa desordenada
Estas son algunas de las críticas que me hace la gente. Y sí, yo lo admito sin problemas: odio cocinar y odio hacer las tareas de la casa. Pero este es un tema que me viene desde mi infancia.
Beba era la “chica con cama”que teníamos, que era para mí como una segunda mamá. El problema entre ella y mamá era la limpieza de la casa. Mamá era una histérica de la brillantez y el orden y Beba – según ella – era sucia (según mi parecer, ¡era normal!).
Por las mañanas era muy común escuchar la voz chillona de mamá.
-¡Bebaaa!
Allí se arrastraba ella, como quien va al cadalso, ya acostumbrada.
-¿Y ahora qué hice, señora?
-¿A usted le parece que eso es limpiar? ¿Y esa mugre en el rincón? –respondía Nelly apuntando su robusto dedo índice hacia un recoveco detrás de algún mueble.
Eso sí, Beba cocinaba bien, le gustaba y Mamá odiaba la cocina, característica que heredé. Si seguimos la teoría de natura y nurtura, podemos concluir que – a través de los genes – recibí la negación de mamá por la cocina y a través de la educación, ¡la negación de Beba por la limpieza!
Cuando fuí creciendo mamá criticaba mis ‘manos de haragana’, refiriéndose a mis uñas largas y siempre pintadas, manos que perdí por el camino de la vida. Así que Beba era ‘sucia’ y yo ‘haragana’.
Era tanta la diferencia entre una y otra que creo que eso fue lo que me ayudó a ser tan abierta en la vida. Abierta a todas las posibilidades y a las diferencias entre las personas.
Volviendo a los genes, yo salí a mi abuela, parece, a quien su hija criticaba por sucia. Quizás también heredé de mi abuela su sentido del humor porque ella simplemente se reía cuando mi mamá muy seria le decía:
-Un día voy a ir a tu casa a hacer una limpieza general
-Cómo no, nena –decía mi abuela muerta de risa- vení cuando quieras– que la vida es corta para pasarla limpiando vidrios- aclaraba- mejor limpiar el alma.
Y a eso me dediqué en mi vida: a crecer por dentro, a limpiar mi alma. Me fascina el mundo interior, esos recovecos que no sabría decir si son cerebro, alma, corazón o qué pero que componen todo nuestro ser. Me gusta ir hacia delante, intentar mejorarme a cada paso porque en realidad, no tengo más que mi vida. ¡Menudo regalo de Dios! Esta existencia que nos ofreció, esplendorosa y llena de las maravillas que nos hacen humanos imperfectos, aunque estoy convencida que somos mucho más de lo que creemos. Como un iceberg, esa punta que aflora es lo que vemos en la superficie pero al sumergirnos encontramos ese inmenso bloque que es nuestro Ser.
Sin embargo, venimos condicionados a considerarnos poca cosa y a creer en ilusiones, a endiosar lo material, a creer que no podemos o no merecemos cumplir con nuestros objetivos. Es como si tuviéramos prohibido soñar. De chica yo quería ser arquitecta pero me decían que era una carrera difícil, complicada. Y con eso ¿me estaban diciendo entonces que yo no servía? Son tantos los condicionamientos que recibimos desde que empezamos este camino de vida, que llegamos a adultos sin saber quienes somos en realidad. Como le pasó a Malena.
Malena no sabía quien era. Como hija menor con dos hermanos mayores, se crió como la nenita buena que mamá estaba esperando para ayudarla en los menesteres de atender a los hombres de la familia. Muy educada, puntillosa y responsable, Malena era además la mejor de su clase. Digo, además de hacer todo en casa, desde cocinar hasta lavar y planchar las camisas de sus hermanos. No porque mamá no lo hiciera, sino porque mamá le decía que ella debía aprender.
Y así fue creciendo. Ésa era su vida.
Continúa aquí con Vidrios sucios, alma limpia, parte 2.
Mónica Gómez
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