Mónica Gómez comparte la historia de una joven mujer que se encuentra por obligación en medio de la algarabía de una fiesta. Sin embargo, ella sólo siente tristeza y dolor por una pérdida que no ha podido superar.
El Día de la Virgen
Hacía días que no se pintaba ni se arreglaba porque rara vez lo hacía para ir a trabajar. Pero esta vez tenía que hacerlo y cuidar de ponerse algo rojo. Era el día que más odiaba, el 8 de diciembre. Una fatal coincidencia. Todos los años maldecía su suerte de ser la jefa de capacitación. Como tal, no podía faltar a esta fiesta que, bien sabía, era una estratagema para tener contentos a los trabajadores, para hacerlos sentir que pertenecían al gran monstruo que era la empresa, para que creyeran que la dirección era sensible a sus familias, y sobre todo, a sus hijos. Porque - ¡encima! – era una fiesta para los hijos.
-Buen día, Eugenia –la saludó Giovanna por detrás del vidrio de la portería.
-¿Buen día? ¡Quizás para otros! Pero para nosotras, decí la verdad, ¿no estaríamos mejor durmiendo calentitas en la cama?
-Ah... ¡totalmente! –rió la muchacha.
Ya desde el portón se veían las decoraciones delante de la puerta del enorme comedor. Esbozó una sonrisa, su colaborador Nicola había trabajado bien este año. Las figuras de Mickey y Minnie estaban dando la bienvenida a los ‘niños de la fábrica’, así se los llamaba. Apenas entrando ya se sentía el estruendo de los villancicos navideños. El lugar estaba irreconocible, habían contratado un servicio de animadores que había decorado enteramente cada rincón con guirnaldas y globos, resaltando en medio del escenario el enorme árbol de navidad y el pomposo sillón donde se sentaría Papá Noel.
Ya empezaba a llegar la gente, en pequeñas bandadas. Las esposas y los niños vestían como si fueran a una boda real. No había criatura cuya vestimenta bajara de los 200 euros, calculaba. Odiaba esa ostentación tan de pueblo. Así era y quedaba demostrado por el hecho de que el pequeño poblado contaba con una farmacia, una escuela, ninguna librería y ocho negocios de ropa para chicos. Se instaló su sonrisa y comenzó a saludar a diestra y siniestra, esos saludos tan falsos como los que usaban los hombres para ocultar las trenzas que tenían con sus compañeras de trabajo. Aquí, los ocho de diciembre, se juntaban todos, maridos, esposas y amantes con los niños correteando inocentes, sin saber las corridas cotidianas de sus padres. Y el colmo era que se festejaba el Día de la Virgen.
Siempre sintió que era una cruel fatalidad que hubiera ocurrido justo ese día, de hacía diez años. Sí, hoy se cumplían los diez años. Como si alguien le hubiera tocado el hombro, se volvió hacia el portón, precisamente en el momento en que él entraba. Triunfante, le pareció. Llevaba en brazos al más pequeño de los tres. Todos varones. Rubios como la madre rubia de ojos claros. Aunque la chica no tenía la culpa de haber nacido blonda y linda. Nunca la odió por eso. En realidad nunca la odió, al contrario, le tuvo un poco de pena. Y más bien había concentrado su rencor en el hijo mayor, el que en unos meses cumpliría nueve años.
Él vestía una camisa y campera de jean, de esas abrigadas forradas en corderito. Tenía el cuello doblado hacia arriba y ella de lejos deseó por un segundo ser ese corderito para tocarle la barba, o quizás para arrancársela. Las imágenes le trastabillaron en la cabeza, mezcladas con el dolor físico, ése que aún sentía luego de diez años, que la hacía despertar en medio de las noches llena de sudor.
La pena del corazón no se iría jamás. Ni la culpa. Maldita culpa que la había paralizado y que lo seguiría haciendo, se había prometido. Su vida ya estaba hecha, a los 28 años. Podía morirse mañana. En realidad, sería una liberación, aunque bien sabía que se merecía el infierno. Las imágenes de lo sucedido 10 años atrás se le agolpaban en la cabeza.
Continúa con la segunda y última parte en: “El día de la Virgen II”.
Mónica Gómez
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