Alguien toca el piano ~ Mónica Gómez

En pocas pero contundentes palabras Mónica nos cuenta hoy la historia de una mujer, cuya pasión la llevó a cometer errores durante su vida. Nos deja pensando: ¿Acaso se arrepintió de las elecciones que hizo?

ALGUIEN TOCA EL PIANO

Las cuatro de la tarde. Era el momento en que terminaba el horario de descanso reglamentado por el consorcio del edificio y las notas comenzaban a hacerse escuchar subiendo y bajando por el hueco de aire y luz en una cascada que estallaba contra el patio de la planta baja. Todos los días pasaba lo mismo pero nadie se quejaba porque no se podía decir que fuera desagradable. Margarita había sido concertista en sus años mozos y ahora, pobre, lo único que le quedaba de su adornada vida era ese piano. Hasta en La Scala de Milán había tocado. Así lo atestiguaban las fotos que cubrían cada centímetro de pared del pequeño departamento del barrio de Flores, en Buenos Aires. Pensar que había tenido los lujos más inalcanzables: mansiones, viajes, hasta un yate con su nombre anclado en Niza. A veces lloraba en su soledad y pensaba que debería haber actuado diferente pero, ¿cómo podía arrepentirse de esa pasión por el piano que había nacido con ella?

Recordaba perfectamente aquel día en que con sus tres añitos y recién empezando el jardín de infantes, se escapó de su aula para meterse en la sala de música y sentarse frente al piano. Con un gran esfuerzo de sus manitas, abrió la pesada tapa y se quedó maravillada ante las teclas que acarició con dulzura, como si se tratara de joyas preciosas. Se estaba animando a tocar cuando de golpe la interrumpieron con un tirón de orejas. Siempre rememoraba ese episodio porque, aún en su inconciencia, en ese instante tuvo claro que lo que más quería en su vida era tocar el piano. Sus padres consintieron y ella estudió con verdadera pasión. Su vida entera estaba dedicada a la música y fue justamente en un concierto donde conoció a Abel, un hábil hombre de negocios que la enamoró con sus palabras coloreadas y sus ojos chispeantes. Se casaron, quizás más por conveniencia que por amor ya que él se transformó en su manager y ella se sintió cuidada y protegida.

Cierto es que deseaban tener un hijo y hasta programaron los meses del embarazo y nacimiento para no perder temporadas teatrales. Los mellizos nacieron un miércoles y a los diez días ella estaba dando un concierto en un prestigioso teatro neoyorquino, donde vivían. Contrataron dos niñeras que se hacían cargo de los bebés las 24 horas. Y podría decirse que los niños trajeron la fortuna porque a partir de allí, comenzaron a llover contratos de todas partes de Europa.

-¿Cómo haremos con los niños, Abel?
-Bueno, vendrán con nosotros.
-Pero estaremos viajando todo el tiempo.
-Podemos hacer base en Milán. Allí vivirán los niños e irán a las mejores escuelas. Nosotros podremos visitarlos.

Y Margarita aceptó. Pensó que sus hijos podían tener la mejor educación jamás soñada y con esa convicción apagó cautelosamente cualquier signo de culpa que podría haber sentido. En definitiva, ella tenía un don para la música y estaba bien que lo explotara. Quizás podía seguir trabajando unos años más y luego retirarse y dedicarse a sus hijos. Se lo dijo, pero ni ella se lo creyó. Amaba el piano y también la fama que le había regalado, el dinero, el glamour, las fiestas. Fue precisamente ese mundo que comenzó a arruinarla. De tanto andar de un lado a otro, sus hijos fueron transformándose en desconocidos a quienes veía para las navidades. Su marido saltaba de muchacha en muchacha, siempre con una bebida en mano.

Una cosa llevó a la otra y en el torbellino arrogante de lujos innecesarios, bebidas e infidelidades, fueron perdiendo todo. Los hijos crecieron e hicieron sus propias vidas, lógicamente no haciéndose cargo de estos supuestos padres que habían visto tan sólo en ocasiones contadas.

Después de un violento divorcio y una desintoxicación en una clínica del Estado italiano, porque no podía ni siquiera pagar un tratamiento privado, Margarita volvió al país, y a su barrio natal donde, con lo poco que había podido rescatar, logró comprarse ese pañuelito de vida donde habitaba y ganaba su subsistencia dando clases.

-¡Qué hermoso, Margarita! –se escuchó a una vecina desde la ventana.
-Gracias, querida, gracias –respondió la anciana acariciando las teclas.

Mónica Gómez

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