En este relato corto, Mónica Gómez nos involucra en la historia de una mujer que carga un intenso dolor que la llevó a ser quién hoy es. Mónica nos muestra cómo está todo en la decisión que tomemos con respecto a los eventos que nos suceden.
PECADO
Recorrió pesadamente las tres piezas en que consistía su pequeña casa, recogiendo restos de comida entre el consabido caos en que parecía sentirse cómoda. Aunque sabía que no lo estaba. Tantos años de autoengaño la habían llevado a ello. No había espejos ni fotos. Mejor dicho, la foto del angelito sobre su mesa de luz era la única imagen que se permitía porque no quería olvidarlo. Igualmente, ¿cómo podría? Habían compartido siete años, los mejores de su vida. Con todo lo que lo recordaba a él, se le desdibujaba su propia figura. Una Marta dichosa y flaca, ¿realmente había existido alguna vez? También tenía una vaga imagen mental de un compañero. En definitiva, su angelito no había nacido de un repollo. Pero todo eso estaba enterrado, luego de años y años de desesperación y amargura.
Tampoco recordaba con claridad cómo había empezado. ¿Fue con ese postre que le había traído la vecina? Las noches eran el peor momento. Desde las sombras se le representaba la imagen espantosa de aquel instante en que lo veía hundirse en la pileta de natación de la escuela mientras todos jugaban a su alrededor y él se recluía en un enorme silencio acuoso.
Sin dudas, cuando bajaba el sol, se acrecentaba la oscuridad dentro de su ser. Aquella medianoche en particular, se levantó de un salto bañada en sudor y lágrimas y un silbido instintivo le recordó la torta. Primero pensó en su vecina, que dormiría tranquilamente a través del pasillo, como toda la humanidad que estuviera atravesando esas horas. Se sintió, una vez más, la más miserable del mundo y casi sin querer abrió la puerta de la heladera y sentada en la mesa de la cocina, se devoró más de la mitad. No sabía si estaba buena o no. Sabía que le apaciguaba ese grito que llevaba consigo en sus entrañas. Pensó que así se sentiría un alcohólico, y con su borrachera de azúcar a cuestas, se arrastró hacia la cama y se quedó dormida.
Esa primera experiencia quedó grabada y comenzó a repetirse. De noche, de día, en cualquier momento hasta que, poco a poco, fue dejando de lado su verdadero cuerpo y su dignidad. Pero ya no importaba porque total, no tenía nada. Todo se había ido con su angelito.
Sin embargo, esa mañana, mientras recogía la caja de pizza, se le ensuciaron los dedos con la grasa que la mojaba y por primera vez en los ocho años en que había sumado ciento quince kilos, sintió asco. Con más bronca que agilidad, tiró a la basura toda la comida que regaba su morada, paquetes de papas fritas, galletitas, chocolates y dulces que brillaban hasta en la oscuridad. Cuando terminó con todo eso, abrió la heladera atiborrada como para una familia de cinco personas y sosteniendo una bolsa en su mano izquierda comenzó a llenarla arbitrariamente con todo lo que encontraba.
Sólo una vez que hubo dejado las tres bolsas en el cuartito de la basura del pasillo, se sentó en la cama y lloró. Lloró como no lo había hecho nunca, inundó su desconsuelo, su rabia, su sentimiento de injusticia. Su angelito la miraba desde la foto hasta que en un momento le pareció que sacaba una manito por el marco de madera para acariciarla. Fue entonces que, entre las lágrimas que la convulsionaban, sintió de repente que su corazón se iluminaba con una potente luz que llenaba aquel hueco. Se levantó despaciosamente, fue hasta la ventana y por primera vez en tantos años, la abrió de par en par, absorbiendo el cálido aire de sol que el amanecer le estaba regalando.
Mónica Gómez
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