Hoy Mónica Gómez nos presenta un relato inquietante, en una sola entrega. Su protagonista, atormentada por los recovecos de su propia mente, encuentra una solución alternativa muy particular.
Ángeles
Con una compostura perfecta Verónica se puso de pie y se dirigió a la cocina a prepararse un té. El Dr. González Menta, amigo de la familia, acababa de recetarle antidepresivos. Su profundo orgullo no se lo perdonaría jamás. ¿Ella con depresión? No, ella estaba simplemente triste, sólo que nadie la entendía, ni su marido ni sus tres hijos adolescentes. Recordó algo que había encontrado en un libro que la estaba ayudando a ver las cosas desde otro lugar: “Cada vivencia tiene un sentido y una finalidad. Nada es inútil si aprendemos de ello.”1
Verónica esperaba encontrarle un sentido a este dolor que comenzó a quemarla unos meses atrás. Su congoja nació con el inmenso duelo que vivía su corazón. ¿Cuál duelo? ¿Acaso se le había muerto alguien? No. O sí. Todos llevamos adentro una familia perdida y ella también.
A sus cuarenta y dos años, cuando con la adolescencia de sus hijos empezó a mermar el cuidado permanente que reclaman los escolares, tuvo tiempo de reflexionar. Las charlas dentro de su cabeza se convirtieron en un ruido insostenible que parecía no dejarla pensar. A esos momentos durante el día se sumaron las noches en vela. Mientras su cerebro daba vueltas y vueltas, su marido, a su lado, dormía como una criatura.
Por suerte, cuando miramos adentro, encontramos esa dulce apertura que nos lleva hasta lo más íntimo, y de tanto mirarse, Verónica recordó. Cuando era muy chica creía en los ángeles. Su abuela le había enseñado que ella tenía su propio ángel de la guarda, al cual debía rezarle todas las noches. Ángel de la guarda/ dulce compañía/ no me desampares/ ni de noche ni de día, recitaba Verónica a media lengua. Pero su secreto era que ella tenía más de un ángel, porque los veía y sobre todo, los sentía. Era como llevarlos a cuestas y en todas las situaciones difíciles de su infancia contaba con el amplio consuelo que le proporcionaban.
Ángel de la guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche ni de día
Después con los años fue cayendo el velo del olvido. Además no estaba bien visto esto de conectarse con ángeles. Podía ser tildada de loca así que prefirió no pensar más en ello. Se casó y tuvo hijos muy joven y se sabe que los gritos de los niños no dejan escuchar las voces de los ángeles. Así fue que pasaron años de arrastrarse por la vida cotidiana casi como un autómata, hasta que la fuerza de esa conexión se le hizo presente una vez más. Su tristeza, su duelo, su familia perdida, era ese grupo de ángeles donde había encontrado su sostén en los primeros años de su vida.
Decidió no tomar los antidepresivos. Los tiraba por el inodoro cada mañana. En cambio, se dedicó a investigar y leer cuanto material encontraba sobre ángeles y sus conexiones con los seres humanos. Así comprobó que muchas personas pasaban por experiencias similares a la de ella. Como dice Grace Johnston “Cada uno de nosotros tiene asignados varios ángeles, todos tenemos el propio grupo de ángeles”. 2
Entonces la abuela hablaba de uno pero ella estaba en lo justo sintiendo que eran varios. También lo decía Rhea Powers en Servidores de la Luz, un título de por sí sugestivo, “Tienes varios guías y maestros, tanto en el plano físico como en el no físico.”3
Poco a poco volvió a sentirse protegida y cuidada por sus ‘ángeles guías’ como le gustaba llamarlos. Incluso hubiera querido compartirlo con su marido.
–Miguel, ¿vos creés en los ángeles?
–¿Cómo? –rió con ganas–. ¿Por qué me preguntás eso?
–Bueno, porque mi abuela me hablaba de los ángeles y estoy leyendo un libro que habla de experiencias que ha tenido la gente...
–Mirá, esas son pavadas de la mente, creo yo. Si yo tuviera un ángel que me cuide no estaría pasando todos estos kilombos en el trabajo. Sin ir más lejos, hoy nos agarró otra vez el guacho ése del hijo del Gerente que se cree no se quién y empezó a darnos cátedra, a ¡nosotros! –dijo tocándose el pecho– que tenemos más años que la escarapela ahí adentro y...
Verónica ya conocía de memoria la cantinela de todos los días. Lo escuchó con respeto, como siempre, pero le quedó claro que era mejor guardarse estas sensaciones para ella misma.
Con el correr de los días, recuperó su alegría de saber que nunca estaba sola, que su grupete de ángeles estaba siempre metido en todos los instantes de su vida. Miguel atribuyó el cambio a los antidepresivos y agradeció profundamente a su amigo doctor. Toda la familia retornó a la normalidad, Verónica se re encontró con ella misma y llegó por fin a ese camino luminoso que todos tenemos dentro, ése que nos lleva hacia dónde queramos ir.
FIN
Mónica Gómez
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1María Jesús Álava Reyes, La inutilidad del sufrimiento, Editorial El Ateneo, 2005
2Grace Johnston, Dancing with The Angels, a Light in Times of Darkness, Universe, 2009
3Rhea Powers, Servidores de la Luz, Editorial Kier, 2005
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