¡Salud! ~ Mónica Gómez

Hoy Mónica nos ofrece un relato lleno de nostalgia del verdadero amor.

¡Salud!

-¡Qué hermoso es esto, Moniquita! – exclamó su adorado papá-. Hasta pareciera que este mar huele diferente.
-Y sí, es el Caribe –rió la muchacha-. También tiene otro color, creo yo, me parece más verdoso, más brillante.

Paulino estaba recostado en la reposera del hotel cinco estrellas, que más parecía una cama con su mullido colchón crema del mismo tono que la arena y la espuma revuelta de las movimentadas olas. Se incorporó para sorber un trago del jugo que el mozo del barcito de la playa había traído en una bandeja dorada. La palapa – que así es como llaman a las sombrillas de paja en la zona – apenas se mecía con la brisa estiva. Mónica y su hermana Patricia habían decidido llevar a su padre de vacaciones para distraerlo de tanto dolor atravesado.

Paulino y María eran una pareja especial. Se habían conocido a los 16 años y luego de quince de noviazgo, finalmente dieron el sí.

-Eran otros tiempos – explicaba María cuando sus hijas querían saber por qué habían tradado tanto en casarse-. Su padre quería que fuéramos a vivir a casa de los abuelos, pero yo, no no no, señor, ¡ni loca! –agregaba revoleando su gordito dedo índice-. Muy buena mi suegra, pero mejor ella en su casa y yo en la mía. Y así fue como tardamos todos esos años en comprarnos esta casa con nuestros sueldos de empleados.

-Y no me digas que no pasó nada en todos esos años y te casaste virgen, ¡como nos decís siempre! –reía Patricia que era la más atrevida.
-Ay, nena, ya te dije, eran otros tiempos.
-Mamá, no me estás respondiendo.
-¡Ni te voy a responder! –sonreía.

Excelentes padres, Paulino y María vivían para sus hijas pero también para ellos mismos. Se amaban más que el primer día y compartían gustosamente los desafíos de la vida cotidiana. No creían en los ‘sacrificios’ porque decían que cuando uno decide formar una familia y traer hijos al mundo, lo hace porque quiere y se compromete a llevar a cabo lo que sea para que la familia tenga lo que necesite. Por lo tanto, nunca sintieron como un peso los dos trabajos de él y el que ella hacía desde casa – haciendo copias a máquina – para poder ocuparse mejor de las nenas. Por su parte, Mónica y Patricia fueron siempre dos hijas ejemplares, salvo un momento de rebeldía adolescente de ésta última, que hizo rabiar a ambos con sus desplantes contestaciones y escapadas sin avisar. Pero el huracán pasó cuando entró a la Universidad de Arquitectura, su gran pasión. Mónica también siguió la carrera que más amaba: profesorado de inglés. Fue cuando ambas estaban sumergidas en sus carreras que la vida los golpeó con lo inesperado.

-Papá, ¿estás dormido? –preguntó Patricia sabiendo que no lo estaba-. ¿Vamos a darnos un baño caribeño? –sonrió.
-No...tengo fiaca, vayan ustedes.

Paulino quería quedarse solo un momento. Se tocó la alianza, o mejor dicho, ambos anillos, y los acarició, evocando el rostro de su adorada María. ¿Quién lo hubiera dicho? Él daba por sentado que envejecerían juntos, y llegado el momento, partiría él antes que ella. Pero nomás al cumplir los 55 se había topado con dos tragedias en una: cáncer de páncreas y Alzheimer. Todavía recordaba las palabras de la oncóloga: ‘el Alzheimer es una bendición para su esposa, porque neutraliza el dolor que provoca el tumor. Y el cáncer es una bendición porque el Alzheimer termina provocando la degradación completa del ser humano’.

Todo había sido tan veloz, sólo un par de años. Y así la perdió. ¿La perdió? A veces la sentía tan presente que le parecía que la tenía a su lado. Nunca había creído en los ángeles, pero... ¡quién sabe!

-Vení, papá, el agua está deliciosa –lo llamó Mónica desde la orilla.
-Ahí voy!

Tomó el vaso de jugo y revolvió el poco hielo que quedaba con la pajita a rayas rojas y blancas.
-Salud, mi querida María –dijo mientras lo levantaba al cielo.

Mónica Gómez

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