Hipocresía y Otras Virtudes: Rómulo y la Soga ~ Sergio Cilla

Quod Licet Lovi, Non Licet Bovi, lo que es lícito para Júpiter, no es lícito para todos. Hipocresía y Otras Virtudes es una serie de historias que ilustran la doble moral, y el doble discurso en la sociedad, el sermoneo, lo clandestino, y la impunidad que confiere el poder.

Hoy, Sergio Cilla nos invita a compartir Rómulo y la Soga, la historia de un niño y su inocencia.

Imagen: Dawid Planeta

Rómulo y la Soga

-No doy más. Estoy muy cansado hoy -le dijo Rómulo a su madre cuando entró a la cocina.

Y se veía agotado. El brillo de su piel de diferentes marrones dejaba traslucir la transpiración de un día extenuante de trabajo, bajo el sol del campo.

-¿Tu padre? -inquirió la madre, como ignorando el comentario de su hijo.

Leonor tenía treinta y pico de años, aunque el dolor permanente en su rostro sugería al menos una década extra. Sus días transcurrían entre la cocina de su humilde morada y la cocina de los patrones de la finca.

-El patrón me dijo que hoy fueras a ayudarlo después de la cena -afirmó Leonor categóricamente, mientras se restregaba el brazo por la nariz, como en un intento absurdo de querer remover el ajo y la cebolla de su piel. Ya ni se acordaba de cuándo había comenzado a cocinar, como había pasado de ser la sirviente en la casa de sus padres, a la cocinera de Don Adalberto, el Marqués del Pueblo, como lo llamaban habitualmente.

Don Adalberto poseía campos y una fortuna inusual, de esas cantidades de dinero, propiedades, autos de alta gama y joyas que no se compra solamente con el trabajo. Le decían el marqués porque le gustaba airearse por las calles del pueblo, vestido con ropas finas y elegantes, ostentando un bigote a lo Dalí, acompañado de distintos sombreros que combinaban con los colores de su traje. Era un hombre enérgico, pero delicado al mismo tiempo, y su pasar diario fluctuaba entre la administración del campo y la lectura.

Generalmente, una vez por semana, le pedía a Leonor que le mandara a Rómulo después de la cena, que era bien temprana para los peones del campo. Cuando Rómulo llegaba a la casa principal de la finca, y mientras Don Adalberto terminaba de cenar, le instruía cómo ir acomodando los libros de su biblioteca, que era única en toda la región. Estaba orgulloso de la cantidad de libros que tenía, pero le obsesionaba el hecho de no tenerlos a todos ordenados.

-No quiero ir hoy, no me siento bien -arremetió Rómulo rápidamente, mientras abría la puerta para salir nuevamente al campo. Le llamaban “el campo” a esa parte del terreno que separaba la finca principal, donde vivía Don Adalberto con su esposa y sus hijas, del resto de las casas habitadas por los peones y la gente de servicio. Todo al mejor estilo feudal, aunque en este caso no había nobleza, ni aristocracia, y diez siglos más.

-¿Qué dices? -espetó Leonor con una cara de asombro desorbitante-. A Don Adalberto no se le dice que no, y lo sabes.

-Pero hoy no me siento bien -contestó Rómulo, como intentando que sus trece años valieran en rebeldía, aunque su respuesta mostraba el miedo que sentía hacia su madre y la autoridad.

-No voy a decírtelo nuevamente, pero al patrón se le obedece. De eso depende nuestra comida, la tuya, la de tu hermana, la de tu padre y la mía. Vete a bañar, que la cena estará lista en media hora -le dijo Leonor con un tono de firmeza que no daba lugar a dubitaciones.

Rómulo cerró la puerta de un portazo y salió al campo. Volvió a los cinco minutos con una soga y se metió en el cuarto que compartía con su hermana. No era la primera vez que su madre lo veía llevar sogas a la pieza, pero ya no tenía ni ganas ni interés de adivinar qué tramaba.

Volvió a salir del cuarto, y se acercó lentamente a su madre. Leonor se dio vuelta, como apartándolo del camino de una cocinera que está apurada, cuando notó que Rómulo temblaba como una hoja.

-¿Qué te pasa? -le preguntó preocupada.

-Tengo miedo… quiero decirte algo, pero tengo miedo -balbuceó Rómulo.

-¿Miedo de qué? -le preguntó su madre.

-Miedo de que no me creas… -agregó Rómulo, con muy poca certeza.

-¿Por qué no voy a creerte? -le preguntó su madre, que a pesar de la tensión de la situación, no detenía la marcha de sus quehaceres en la cocina.

-No quiero ir más a la finca a la noche… Don Adalberto… me toca -sostuvo Rómulo, como quien tira una línea al agua y se queda esperando que algo muerda el anzuelo.

-¿Te toca? ¿Cómo que te toca? -le preguntó Leonor, girando su cabeza, y mirándolo a los ojos por primera vez, pero sin dejar de picar la cebolla.

-Me toca sexualmente, y me hace sacar la ropa -agregó Rómulo, y empezó a sollozar muy de a poquito, como quien empieza a liberarse de una gran carga.

-Pero… Rómulo… ¿qué estás inventando? -le gritó su madre enojada-. Si no quieres ir, vas a ir igual, pero no inventes patrañas.

-No son mentiras, mamá, y por eso no quería contártelo, Don Adalberto me toca, me desnuda, y yo siento mucho miedo… y hace otras cosas … -añadió Rómulo, llorando desconsoladamente.

-Mira, si le cuento esto a tu padre, te valdrá unos buenos cinturonazos -le gritó Leonor enfurecida-. Vete a bañar, que luego cenaremos e irás como siempre a la finca.

Leonor siguió cocinando. Hervía de rabia. Don Adalberto era un hombre estricto y severo, y nunca sería capaz de algo así. Además, él participaba todos los domingos de las misas del Padre Julián, y era un miembro activo de la Comisión de Moral y Buenas Costumbres de la parroquia. “Jamás haría una cosa así,” pensó Leonor.

Media hora más tarde, su esposo regresó del campo junto con su hija, y ya estaban todos listos para cenar.

-Ve a llamar a tu hermano -le indicó Leonor a su hija.

-No está en la habitación, mamá -le contestó, con cierto aire de preocupación.

Buscaron por todos lados y no pudieron encontrarlo. La ventana de la habitación estaba abierta, y estaban seguros de que estaría en algún lugar del campo. Leonor le comentó a su esposo que lo había notado un poco inquieto, pero sin darle demasiados detalles.

Decidieron avisarle a Don Adalberto, quién inmediatamente dejó lo que estaba haciendo, y les ofreció llevarlos en su camioneta a recorrer el campo.

-Pero este muchacho es muy obediente -comentó el patrón mientras manejaba- no entiendo qué pudo haber pasado.

-Yo tampoco -respondió Leonor con cierto tono de angustia.

El atardecer del campo pintaba figuras irreconocibles, pero ninguna correspondía a la silueta de Rómulo. El padre estaba sentado en el asiento de adelante, y la madre atrás con la hija, y los tres revoloteaban sus ojos hacia todos lados. Hasta que de pronto, Leonor emitió un grito, un sonido de dolor y lamentación. Don Adalberto frenó la camioneta repentinamente, y todos se quedaron estupefactos ante la escena.

Rómulo colgaba de la rama gruesa del viejo ombú del campo. Una soga alrededor de su cuello mostraba las heridas de su alma, y la expresión de su rostro, de un niño muerto, exudaba inocencia. Estaba desnudo, en un claro mensaje a su madre.

Se bajaron del auto. Leonor se arrodilló en el suelo y se puso a llorar a los gritos, inclinándose hacia adelante, como pidiéndole a la vida que le devolviera a su hijo, como implorando con un dolor desde sus entrañas que esa conversación con Rómulo nunca hubiera existido.

-No se preocupe, Leonor -le dijo Don Adalberto, con un tono de compasión, mientras le tocaba el brazo-. Yo me encargo de todo… y, si están de acuerdo, le diré al Padre Julián que fue un accidente, así Rómulo puede acceder a una sepultura cristiana.

Leonor asintió con la cabeza, se puso de pie, abrazó ese cuerpecito inocente, le sacó la soga del cuello, y se sentó en el suelo acunándolo, como en la Piedad de Miguel Ángel. Se quedó ahí llorando por horas, acariciándole la frente, cada vez más despacito, cada vez más aceptando que pronto olvidaría lo que Rómulo le había contado.

Sergio Cilla

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