Celestina y el Teléfono ~ Sergio Cilla

 

Sergio nos trae esta vez un relato diferente, “Celestina y el Teléfono”, una sátira dramática con tintes de suspenso. Hoy entraremos en la vida de Celestina, y de a poco la ayudaremos a develar un misterio.

Celestina y el Teléfono

Celestina corrió la cortina y observó la calle. Estaba muy ansiosa. Los jueves no eran los mejores días para recibir gente en la casa, porque estaba con los ruleros puestos, ya que los viernes le tocaba peluquería. Pero esta era una situación muy especial, algo que esperaba con mucho delirio desde hacía bastante tiempo: hoy, 16 de febrero de 1965, le iban a instalar el teléfono.

Ni la muerte de Nat King Cole había podido arruinarle ese día tan ansiado. Se había enterado por la radio al levantarse, y amaba sus canciones, sin embargo se había dicho: “¡nada podrá arruinarme este momento!”

Para Celestina era un día glorioso. No sólo serían los primeros en el barrio en adquirir una línea telefónica, sino que le otorgaba a Celestina un enorme poder. Todos iban a necesitar de ella y de su teléfono. Iban a tocar el timbre de su puerta con un “Celes, ¿podría hacer un llamado?”. Y Celestina estaría haciendo que limpiaba, mientras escuchaba las historias de cada uno en el vecindario.

También los vecinos podrían dejar el número para que los llamen, y esto le daría a Celestina la posibilidad de indagar y saber en qué andaba cada uno de ellos.

No había sido fácil conseguir la aprobación para la línea telefónica en esa zona, y menos aún con los precios que cobraban. Pero ella tenía dos métodos infalibles para convencer a Carmelo, con quien llevaba casada más de treinta y cinco años. El primero eran los ravioles caseros con salsa boloñesa. Luego, si después de amasar durante horas, y transpirar pelando tomates para salsa no era suficiente aliciente para convencer a Carmelo, el segundo paso garantizado era a través del sexo, haciendo “esas cositas que uno nunca hace”, como decía ella con mucha picardía.

A Celestina no le interesaba tener relaciones sexuales, ya que no entendía cuál era el placer que otras mujeres encontraban en eso. Además, le parecía todo un poquito puerco, y no era de mujer muy buena, eso de andar toqueteándose con un hombre. Lo hacía porque no le quedaba otro remedio. Pero, eso sí, jamás se sacaba la ropa. Si Carmelo quería, ella se ponía de costado, se levantaba el camisón y la enagua, y permitía ese martirio que, por suerte, nunca duraba más de cinco minutos.

Y esta era la segunda vez en la vida que tenía que recurrir a “esas cositas”. La primera había sido cuando se le puso de antojo que reformaran la cocina para que tuviera una ventana que diera hacia la calle. Los ravioles con boloñesa no habían sido suficiente. Carmelo había terminado de comerlos, y se había ido a dormir la siesta sin decir una palabra. Entonces Celestina entendió que tenía que utilizar un arma mucho más potente. Fue al baño y se sacó los ruleros y se roció con espray, como si fuera a dejar inmovilizadas a todas las cabelleras del barrio. Se quitó el batón y las chancletas, se puso desodorante y un vestidito de seda que le quedaba bastante apretado. Lo había usado por última vez para el bautismo de su primer nieto, el hijo de Albertito y Susana.

Entró sigilosamente al dormitorio, se sentó sobre la cama del lado de Carmelo, pasó su mano derecha por debajo de las sábanas y comenzó su trabajo, que duró apenas unos tres minutos. En el punto más neurálgico del acontecimiento, le preguntó a Carmelo si podían reformar la cocina, y él había consentido, así Celestina podía terminar su trabajo.

Cuando se lo comentó a Rosa, su mejor amiga, le preguntó para qué se vestía de esa manera si estaba todo oscuro y Carmelo ni la veía. Y Celestina le había confesado que para hacer sus picardías necesitaba sentirse como Gina Lollobrigida. Además, le había revelado que antes de entrar al dormitorio se había bebido tres Martini.

De pronto Celestina vio doblar una camioneta por la esquina y se acomodó la enagua para salir a la puerta. Se miró un segundo al espejo, y no le gustó mucho el color labial que había elegido la última vez. También pensó que era hora de pedirle a Inés, la peluquera, que además le depilara un poco los bigotes.

Abrió la puerta de la sala de estar que daba hacia la calle, y salió triunfal, caminando sobre unas pantuflas, pero sintiéndose como la madama del barrio. Al fin iba a tener algo ella, y al fin todos la iban a necesitar.

-Pero si sabía que el sol iba a irradiar así, me ponía los Ray-Ban y me traía el bronceador -se escuchó la voz de un hombre a la distancia.

Celestina comenzó a sonrojarse, cuando de pronto vio que eran los empleados de la telefónica que le estaban diciendo un piropo a Elsita, la hija de Don Rómulo que pasaba caminando por la vereda. Celestina se puso furiosa.

-¿Pero ustedes vinieron a trabajar o a qué? -gritoneó mientras sacudía el repasador y salía a la vereda-. Y vos, nena, a ver si te tapás un poco más cuando salís a la calle -le espetó a Elsita en el rostro cuando pasaba frente a ella.

Elsita ni la miró. Llevaba un vestido tejido de minifalda color rojo y negro, y unas botas blancas altas, por encima de la rodilla.

-Y ustedes póngase a trabajar y déjense de babosearse con esa criatura -les dijo a los de la telefónica-. Pensar que era ayer cuando esta mocosa ni sabía lavarse la bombacha, y ahora anda caminando por el barrio como si fuera la de Onassis. ¿A dónde vamos a ir a parar? A esta no va a hacer falta revisarla antes que se case -susurró en un tono bastante alto, como para que uno de los empleados la mirara como sin entender de qué estaba hablando.

- ¿Dónde quiere el teléfono, doña? -le preguntó el empleado que parecía tener el rango más alto y no llevaba herramientas.

Celestina secaba los platos y miraba por la ventana. Hacía tres días que habían instalado el teléfono y nadie aparecía. Se había pasado los últimos dos días barriendo y lavando la vereda, como si fuera una sala de cirugía. Así podía cruzarse con cada uno de los vecinos y anunciarles el acontecimiento: “Cuando lo necesite, Don Ramón,” “A sus órdenes, Doña Raquel,” y hasta hubo un “Nena, si tenés que hablar con alguna amiga o le querés dar el número a un novio…” para la Elsita.

De pronto vio acercarse a Mario, el hijo de Don Severo y Doña Ruperta, los del almacén que vivían a la vuelta. Celestina se acomodó la enagua y salió a la puerta.

- ¿Sí? -preguntó como haciéndose la distraída, cuando oyó que golpeaban la puerta.

-Soy Mario, Doña Celes, necesitaría usar el teléfono.

La cara de Celestina se iluminó de todos los colores posibles. Se sintió como Doris Day en Té para Dos. Lo hizo pasar, le mostró donde estaba el aparato, le acercó un silloncito para que estuviera más cómodo, le ofreció algo de tomar, y se corrió hacia un costado, como haciendo que buscaba unos cupones en una revista.

Mario hablaba por teléfono y ella comenzó a ponerse nerviosa. Hablaba muy despacio y no podía escuchar bien. Además, por momentos tapaba el auricular, como para que nadie lo escuchara.

“¿Qué…?” “¿Qué dijo?”, pensó desesperadamente. “¿Embarazo?” “¿La hija de quién?”, siguió tratando de escuchar, pero ya las gotas de sudor le chorreaban por la frente, por el esfuerzo que hacía para intentar oír algo, y se iba inclinando de tal manera que, cuando Mario se dio vuelta para mirarla, Celestina se cayó redonda al suelo.

- ¡Doña Celes! ¡Por Dios! -gritó Mario.

Celestina se puso de pie toda nerviosa, y se acomodó la enagua.

-Estoy bien, querido, estoy bien. Gracias. Seguí hablando que me voy a buscar un vaso de agua -le dijo mientras caminaba hacia la cocina.

Entró a la cocina y escuchó que Mario tomaba el teléfono y decía: “…si no consigo los diez mil pesos…”
¡Bingo! Celestina ya sentía con esto que tenía el mundo a sus pies, pero tenía que seguir averiguando.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

Sergio Cilla

Continua con la segunda parte de este relato y su gran desenlace: Celestina y el Teléfono II


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