Hipocresía y Otras Virtudes: El Retrato Sin Terminar ~ Sergio Cilla

Quod Licet Lovi, Non Licet Bovi, lo que es lícito para Júpiter, no es lícito para todos. Hipocresía y Otras Virtudes es una serie de historias que ilustran la doble moral, y el doble discurso en la sociedad, el sermoneo, lo clandestino, y la impunidad que confiere el poder.

Hoy, Sergio Cilla nos invita a compartir El Retrato Sin Terminar, un relato de incomprensible dolor, de perverso poder sobre el otro.

El Retrato Sin Terminar

Elena apoyó el pincel sobre su falda y se quedó mirando al vacío. Su delantal tenía ya todos los colores, y ostentaba las marcas de todos esos retratos sin terminar. Este, en particular, era el más difícil de todos. Hacía nueve meses que no veía a Gema, su hija de quince años, y acababa de enterarse que tampoco la vería este año para la Navidad.

Hacía tres días que había recibido la noticia, y llevaba el mismo tiempo encerrada en su atelier. Luciano, su pareja actual, el hombre que la apoyaba y que todo lo podía, se había destrozado los nudillos golpeando la puerta desconsoladamente. Pero Elena sabía que sus opciones eran, o volcar sus energías en tratar de pintar el retrato de Gema, o el fin de todo.

Elena conoció a Juan hace veintidós años, en la playa. Como siempre, ella caminaba revoleando su pareo y mirando cómo la luna aparecía por el horizonte. Eso la llenaba, y la retraía de las historias de su pasado. Le daba el color de lo que luego pintaría, como solía decir.

Juan estaba con un grupo de amigos con planes de conquistar la isla. Eran argentinos en su primer viaje fuera del país, con intenciones de disfrutar las playas de Cuba, y por qué no también de sus mujeres. Y Juan cayó perdidamente enamorado de Elena, y ella creyó haber encontrado esa estrella que necesitaba junto a esa luna, para que la guiaran.

A los seis meses, Elena viajó a Bahía Blanca, una ciudad en el interior de Buenos Aires, donde vivía Juan con su familia. De abuelos inmigrantes italianos, Juan manejaba la fábrica de pinturas de la familia, junto con su hermano mayor, y su hermana, que se encargaba de la administración.

Elena había quedado embriagada por la relación que Juan tenía con su familia, aunque no supo distinguir cierta hostilidad por parte de sus padres y sus hermanos durante ese viaje. El amor de Juan la llenaba por completo, y le daba la seguridad que estaba buscando. Además, había decidido aceptar la propuesta de casamiento, y ya nada más le importaba, sólo el sueño de formar la familia ideal junto al amor de su vida.

Se casaron y comenzaron a vivir un romance inolvidable en esa ciudad del sur. Juan abrió un atelier, para que Elena pudiera dar clases de pintura, y financió una y otra exposición de las que Elena quiso participar, aunque no hubiera ningún dinero de retorno.

La familia de Juan no estaba conforme con este manejo de los fondos familiares, y menos aún con Elena. Eran totalmente conservadores, y la presencia de una artista cubana, de una pintora desinhibida en la familia, generaba mucha preocupación. Pero Juan era el más pequeño de los varones, y no sólo se hacía cargo del negocio familiar, sino velaba por la salud de sus padres también.

Elena no era indiferente a este innegable desprecio, pero se dejaba llevar por el discurso de Juan, que era totalmente diferente. Todo estaba bien y en armonía, todo encajaba magníficamente. Él tenía ahora su pareja ideal, y una familia perfecta.

No obstante, el rechazo hacia Elena se apaciguó con el nacimiento de Gema. La niña trajo alegría a la familia en general, y les dio a los padres de Juan un motivo para estar ocupados, ya que la pareja comenzó a viajar a distintas exposiciones en el interior del país, cargando cuadros e ilusiones, mientras ellos cuidaban de Gema. Todos tenían la vida que querían, y todas sus necesidades satisfechas.

Sin embargo, cuando Elena quedó embarazada de Gema, los duendes de la depresión comenzaron a rondar por su vida nuevamente. Ella sabía que esto no era nuevo ni casual, que los miedos eran muchos, y que, aunque sabía cómo esconderlos, el pánico traspasaría el lienzo en algún momento. Para el resto, eran sólo consecuencias de su estado de gravidez.

Fue cuando Gema cumplió tres años que se produjo el quiebre en la historia. Habían celebrado el cumpleaños en el atelier, y cuando todos se habían retirado, Elena lo escuchó hablar a Juan por teléfono a escondidas. Había una Amelia, había una otra, ¿quién era esa?

La vida de Elena se derrumbó en un instante. No sólo había escuchado la palabra “mi amor”, sino que Juan le estaba confesando, inesperada e intempestivamente, que Amelia no era su amante, sino el amor de su vida.

La depresión, que estaba latente, entró galopando a la vida de Elena una vez más, con desesperación, como esperando ese momento pretensiosamente. Tratamientos, pastillas y desolación sobrevinieron, y a pesar del amor de sus amigos y el apoyo de su familia a la distancia, la situación no mejoró en absoluto.

Juan le exigía el divorcio, y la necesidad de tomar cartas en el asunto era inminente. Los hermanos de Elena viajaron desde Cuba y asistieron a su socorro. Pero no había mucho por hacer. El cuento tenía un final predecible para muchos, menos para Elena. Todo estaba a nombre de la familia de Juan, ni siquiera había tenido una tarjeta de crédito, sus padres alegaban haber criado a Gema, Juan se quejaba de su ausencia, y había que encontrar una pronta solución para su depresión. Juan había pasado de ser el protector, el que todo lo hacía, el que la cuidaba, la acompañaba, y la apoyaba en las artes, a convertirse en un desconocido, en otro hombre, con deseos diferentes.

No hubo otra solución que su partida. No sólo cargada de dolor, angustia y depresión, sino de la condena social de que abandonaba a su hija. El plan había funcionado perfectamente bien, y todos podían verlo, menos Elena.

Sus hermanos tomaron la decisión correcta: volver a casa, a su familia, a ser tratada por los mejores médicos, y luego encontrarían la forma de recuperar a Gema.

Pero eso nunca fue posible, ya que la justicia falló a favor de Juan, quien pudo divorciarse de Elena, y volver a casarse, esta vez con Amelia, formando así una nueva familia, con Gema y dos hijos más. Esta, sin lugar a duda, era la familia que sus padres siempre habían deseado para él, con una buena mujer, como decían. Porque en el reino de la hipocresía los buenos son los que hacen más daño, mirando a los costados, oliendo sus propios sobacos, e ignorando la innegable condición de humanidad del otro.

Elena lleva más de once años tratando de reconstruir su vida, añorando esas únicas dos semanas al año, para poder compartir algo con su hija, lo mejor que pudo lograr en el acuerdo de divorcio. A veces lo logra, y a veces no, y no entiende la razón. Sigue pensando en ese Juan cuyo discurso enaltecía a la familia, y no entiende por qué deja ahora a su hija sin la posibilidad de una madre. O, mejor dicho, por qué quiere venderle a su hija una madre que no le corresponde.

Todos los años, al momento de arreglar la visita de Gema a Cuba, surge un nuevo reto de manipulación. Siempre hay un viaje mejor, o una escapada perfecta, o algo a lo que, si Elena se negara, la convertiría en la malvada para su hija. Todo planificado y orquestado, por no menos que una mente perversa.

El arma más poderosa de un manipulador es transformar a la víctima en victimario, y Juan se ha recibido con honores en esa materia.

Todos nos seguimos preguntando qué pasó. Y a veces ni la vida tiene las respuestas. Sólo sabemos que Elena intenta pintar ese retrato todo el tiempo, y renueva el lienzo varias veces al año. A veces, deja los pinceles tirados por mucho tiempo, y un halo oscuro envuelve su eterna belleza. En otros momentos, recobra las ganas de pintar, y la sombra de Juan sigue al acecho.

Increíblemente, él quiere que Gema de a poco se olvide de su madre biológica. Increíblemente, él quiere olvidar el pasado, pensar que la historia fue diferente, hacer que las pinturas se borren para siempre.

Y yo estoy contando esta historia y me pregunto: ¿cómo puede el hombre, con total omnipotencia, querer decidir sobre la vida de los otros? Y ahí es donde Juan se equivoca, porque aunque presume el poder de tener el pincel en su mano, y sentirse ahora el artista capaz de pintar ese retrato a su antojo, no se da cuenta que las únicas capaces de poder terminar esa pintura son Elena y Gema.

Sergio Cilla

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