Hipocresía y Otras Virtudes: Educando a Leticia ~ Sergio Cilla

Quod Licet Lovi, Non Licet Bovi, lo que es lícito para Júpiter, no es lícito para todos. Hipocresía y Otras Virtudes es una serie de historias que ilustran la doble moral, y el doble discurso en la sociedad, el sermoneo, lo clandestino, y la impunidad que confiere el poder.

Hoy, Sergio Cilla nos invita a compartir Educando a Leticia, un relato sobre ideas y la violencia que generan.

Educando a Leticia

Las puertas del tren se abrieron al llegar a la estación, y cuando Hernán y Leticia intentaron bajar, una mujer y tres chicos los empujaron para entrar, y si Hernán no la sostenía a Leticia, ambos caían sobre la plataforma.

-Estos salvajes de mierda -murmuró Hernán, muy enojado.

La mujer y los tres chicos tenían aspecto muy humilde. Ella llevaba un cochecito de bebé, cargado con muchísimas bolsas y paquetes, menos un bebé. Los chicos estaban descalzos, con poca ropa, y mocos en la cara que se mezclaban con la falta de limpieza de varias semanas.

-No digas así -replicó Leticia-, es gente sin educación.

-No, son salvajes que no les importa nada -respondió Hernán, un poco alterado por la respuesta de Leticia-, yo no hago esas cosas.

-Ahí, está. ¿Ves? Vos no hacés esas cosas porque tenés educación, porque naciste bajo otras condiciones, y pudieron enseñarte qué hacer y qué no -agregó Leticia, con un tono de maestra, como retándolo-. Esta gente no tuvo esas mismas oportunidades, y siguen pasando gobiernos, y siguen ajustando presupuestos, y en lugar de educar, y de invertir en enseñarle a los ciudadanos, ponen más policías para castigar a los que actúan desde la necesidad y la falta de recursos. ¿Y sabés cómo se llama eso? Injusticia social. Y estamos así, con gente que te empuja como si estuviéramos en una selva, como resultado de gente que piensa como vos, y vota desde el miedo, y piensa que con mano dura van a acabar con esto, y no se dan cuenta que es todo lo contrario.

-Empezamos con el discurso zurdo -bufó Hernán.

-¡Qué loco! ¿No? Siempre que hablo del sentido común, los ofuscados de siempre me catalogan de izquierdista, comunista, y todas esas palabras que, para mí, no dicen nada. Si querés llamarme zurda, hacelo, yo prefiero pensar que soy una mujer sensible a las problemáticas sociales.

Hernán y Leticia se habían conocido hacía un año, y llevaban dos meses bajo la experiencia de la convivencia. Cada uno alquilaba un departamento por separado, y la situación económica del país ya no daba para eso, y un día Hernán le había propuesto que, como se llevaban tan bien, podían probar viviendo juntos y así reducir los gastos individuales a casi la mitad. Leticia no estaba del todo convencida con este planteamiento, pero sintió que necesitaba un cabio en su vida, y que esta podría ser una buena oportunidad para ahorrar un poco de dinero.

Leticia y Hernán se llevaban bien hasta que surgían estos temas que generaban un enfrentamiento hostil. Hernán sostenía un discurso familiar, con el típico argumento de que esas personas eran “vagos de mierda”, y que vivían a costa del estado. Y Leticia trataba de explicar su posición, hasta que terminaban peleando y no se hablaban por horas. Hernán se ponía furioso cuando Leticia trataba de explicarle que cuando él veía a esa gente humilde, en realidad estaba proyectando, y era como si se mirara en un espejo: “sabés que podés terminar como ellos, y por eso querés eliminarlos.”

-¿Cómo anda la convivencia con Leti? -preguntó el padre de Hernán a su hijo, unos días después, cuando se encontraron para almorzar.

-Todo genial, excepto cuando sale algún tema de política -le respondió Hernán, como con cierto desinterés.

-Sí, me di cuenta, es de las que piensa que a los vagos esos hay que darles planes. Uno se rompe el alma trabajando toda la vida, y ellos viven a costa de planes -agregó el papá-. ¿Sabés lo que necesita esa chica? Un buen susto.

-¿De qué hablás, papá? Estás loco.

-No, no estoy loco, si a Leticia le robaran algo que le importa, vas a ver cómo deja de pensar que esa gente es buena.

Una semana más tarde, Leticia y Hernán se despidieron en la puerta de la facultad. Era un día importante para Leticia porque presentaba su tesis y la defendía, y si todo salía bien, daba un examen final y se convertía en licenciada en sociología.

Hernán le deseó suerte, le dio un beso y un abrazo, y se fue para su trabajo. Leticia estaba muy orgullosa de su proyecto, y sabía que era una buena idea.

La presentación fue un éxito total. Recibió todas las felicitaciones posibles por parte del plantel de profesores. Es más, estaban bastante sorprendidos, porque no sólo era un proyecto interesante, sino que Leticia lo había defendido con cifras, cuadros, estadísticas, y con muchísimo material que validaba sus posturas.

Su plan consistía en algo que siempre había sostenido, que con un buen proyecto educativo se podían lograr cambios económicos, culturales y políticos en el corto, mediano y largo plazo. Cuando uno piensa en un futuro distante, puede entender cómo la modificación en la inversión en educación puede traer frutos positivos a una nación. Sin embargo, lo sorprendente del planteo era ver las posibilidades y los cambios a muy corto plazo, dos o tres años.

Todo estaba fundamentado, y planteado con mucha naturalidad y seguridad. Su exposición había comenzado con estas palabras: “Todos sabemos que para que un país se desarrolle necesita invertir en educación, el doble, o el triple de lo que generalmente se hace. Porque la educación es la base de todo, y un pueblo educado es un pueblo feliz, sano, libre e independiente. Y hoy les voy a mostrar cómo, si los gobernantes quisieran, podrían conseguir esa cantidad de dinero, y cuáles serían los resultados y los cambios que se generarían a nivel social, político y económico, enumerando, además, los beneficios para el resto de las áreas: trabajo, bienestar social, salud, e infraestructura.”

Su discurso fue impecable. Ilustraba con estudios reconocidos cómo los gobernantes generaban pobreza, miseria e ignorancia: “si se pensara en la parte más pobre de la población como futuros profesionales, o gente con oficios, no estaríamos dándoles un vaso de leche en la escuela, sino trabajo a sus padres para que puedan forjar un futuro más efectivo.” Y a su vez, defenestraba hipótesis que eran parte de la cultura: “eso de darles una casa, y verás como usan los pisos para hacer un asado es una mentira total, es parte de lo que nos quieren hacer creer.”

Leticia salió victoriosa de esa sala. Sólo faltaba esperar la devolución y la nota, que le prometieron no tardarían más de una hora. Sus compañeros la abrazaron, la levantaron en andas, y la pasearon por todos los pasillos de la facultad, al grito de: “Se siente, se siente, Leticia presidente.”

Había mucha excitación, y Leticia sintió que necesitaba unos minutos para relajarse e ir al baño. Quedó con sus compañeros que en una hora se encontrarían en la puerta de la sala de profesores, recibiría la nota, e irían a festejar. Se metió en el baño, y se mojó bien la cara y el cuello. Se sentía feliz, pero también cansada y toda transpirada.

Salió por el hall principal hacia el patio para ir a comprar algo para tomar. Ya había oscurecido y no había casi nadie a esa hora. Dio unos pocos pasos, y una sombra que se movió detrás de uno de los árboles la tomó por el cuello y la arrastró hacia la parte más oscura. La situación la tomó totalmente desprevenida, y se quiso parar y gritar al mismo tiempo. Y fue cuando sintió un caño que le presionaba las costillas, y una voz masculina que le susurró: “cállate o te mato.” Pero el pánico la sobrepasó, y se puso a pelear con quien la estaba sometiendo, hasta que se oyó el disparo del arma de fuego.

El sonido retumbó por todos los pasillos de la facultad. Todos se miraron entre sí, y nadie podía reaccionar, hasta que luego de unos minutos, la noticia de que Leticia estaba herida circuló más rápido que el mismo disparo.

Dos días después, todos se encontraron en el funeral de Leticia. Sólo podían escucharse llantos desgarrados, de sus padres, de sus hermanos, de todos los familiares y amigos, así como también de los compañeros y profesores de la universidad. Era una despedida que quedaría en el recuerdo.

Cuando comenzaron a partir en procesión, cargando el ataúd hacia la tumba, un compañero de Leticia, totalmente ahogado en llanto, gritó: “Tus ideas no mueren, Leti. Las ideas no se matan.”

Hernán, que estaba totalmente desconsolado y desorbitado por la situación, buscó a su padre con la vista en ese mismo momento, y pudo leer sus labios a la distancia: “Lo lamento, hijo. Pero, sí, se matan.”

Sergio Cilla

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