El Color de la Conciencia II ~ Sergio Cilla

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Este planeta es el lugar donde habitamos, nuestra casa, y muchas veces nos olvidamos que nosotros somos los que ponemos las reglas en nuestra casa. Sergio Cilla hoy comparte con nosotros la segunda parte de El Color de la Conciencia, y nos ayudará a comprender la importancia de involucrarnos.

Si no has leído la primera parte, ve aquí primero: El Color de la Conciencia I

El Color de la Conciencia II

Parte II

“No puedes votar que sí por esta moción,” le dijo la voz en los auriculares. Samantha estaba sintiéndose muy descompuesta. Volvió a mirar a todos y se quitó sigilosamente los auriculares de los oídos, dejándoselos por encima de la cabeza, para que nadie notara la diferencia. Quería dejar de escuchar esa voz.

“Yo soy la voz de tu conciencia. Por más que te quites los auriculares, me seguirás escuchando.” Y se escuchó perfecto, como si tuviera los auriculares puestos, y Samantha sintió que iba a enloquecer. Se arrancó los auriculares, los tiró sobre la mesa, y dijo: “Necesito ir a un baño.” Se hizo un silencio inmediato en toda la habitación. Todos se miraron entre sí y nadie dijo nada.

La mujer con rasgos orientales que le había abierto la puerta se le acercó, le pasó un brazo por los hombros, como en señal de contención, y le mostró un cartelito que llevaba en la mano.

“Tiene que permanecer sentado/a hasta que todos hayan votado.”

Samantha hizo un gesto con la cabeza, como que estaba de acuerdo, le dijo que ya estaba más tranquila, en un afán por recomponerse, haciendo de cuenta de que nada había ocurrido, y de que solamente se sentía indispuesta. Se volvió a colocar los auriculares, y la reunión continuó donde había quedado.

“Tú sabes muy bien por qué te digo todo esto.” Y Samantha entró como en un adormecimiento y recordó con lujo de detalles el día en que murieron sus padres, cinco años atrás. Era algo que nunca había compartido con nadie, ya que quería que todos pensaran que sus padres habían muerto en un simple accidente de autos en la carretera. Pero no, algo más había pasado entre ellos ese día. Samantha había recibido un llamado de su madre. Se la sentía muy nerviosa. Le dijo que estaba en el auto con su padre, y que necesitaba que ella, su única hija fuera testigo de lo que estaba pasando. La madre hablaba, pero podía oírse la voz del padre de fondo, que seguía manejando, pero que intentaba que la madre se callara o le diera el teléfono.

“Hija, no vas a poder creer esto, y quiero que te enteres de esta manera, porque yo no puedo salir de mi asombro, y no sé qué va a ocurrir después del día de hoy,” le dijo la madre con un tono de angustia que preocupó muchísimo a Samantha. “Me acabo de enterar que tu padre tiene 20 veces más el dinero que creíamos que teníamos, todo producto de la explotación de menores de edad en otros países.” Samantha no entendía lo que su madre trataba de decirle. Sus padres siempre se habían llevado mal cuando tenían que discutir cosas relacionadas con el dinero. Su madre había sido criada en un hogar socialista, y pensaba que había que ganar lo necesario para vivir bien, y luego tratar de ayudar al prójimo. Se ponía muy mal si alguien en la familia quería ostentar riquezas. En cambio, su padre había heredado una empresa textil y mucho dinero de su familia, y eso era siempre un punto de conflicto. “Las telas que venían del exterior no eran para ayudar a las economías regionales, como me había dicho, sino porque pagaba monedas por mercancía elaborada por el trabajo infantil esclavo.” Samantha oía sollozar a su madre, y sabía cuán mal debía estar, ya que eso era algo inconcebible para ella. Luego de eso, comenzó a escuchar gritos y como un forcejeo, seguido por más gritos y ruidos de golpes, y luego se cortó la comunicación. Fue la última vez que oyó a sus padres vivos.

Samantha escuchó a través de los auriculares que era el momento de votar, y preguntaban si alguien tenía alguna moción más para compartir. Samantha instintivamente oprimió el botón, y vio que la luz se encendía y que se le daba lugar para hablar. Miró el reloj y eran las 11:11, y Samantha comprendió que esa era una señal ineludible, y que era hora de ponerse en el rol de su madre. Se aclaró la garganta, tomó un poco de agua, se acercó al micrófono y comenzó a hablar.

“Creo que ninguno de los extremos es bueno, y por ende no creo ni que el extremo capitalista ni que el extremo comunista sean los mejores ejemplos de un sistema económico y político viable.” Samantha volvió a tomar un poco de agua. Se sentía emocionada, y como si su habla y su discurso estuvieran guiados por su madre por un canal, directo hacia ella. “¿Cuál es el sentido de que una persona acumule tanto dinero y tanto poder? ¿Qué un ciudadano tenga miles y miles de millones de dólares y que otros no tengan para comer? ¿No deberíamos pensar en algo más justo? ¿Con un piso y con un techo? De esa manera el piso sería tener todas las necesidades básicas cubiertas, vivienda, alimento, salud y educación. Esto debe ser imprescindible, un derecho ganado por haber nacido. Hoy en día es muy común oír hablar de meritocracia, pero yo no creo que haya que hacer mucho mérito para ser digno de un plato de comida, una cama limpia, y un centro de salud disponible las 24 horas. Y luego, para aquellos que sean más ambiciosos, o que quieran e intenten esforzarse más, podrían llegar hasta su techo. Si una persona de 40 años, con 50 millones de dólares en el banco puede vivir el resto de su vida con total tranquilidad, sin necesidad de trabajar. ¿Entonces para qué quiere más? ¿Para acumular poder? ¿Para luego poder enviar emisarios a reuniones como estas y decidir sobre el hambre y la educación del mundo?”

Samantha comenzó a sentir que el ambiente se estaba tornando incómodo. Podía percibirlo en las caras y en los gestos de los otros, pero también podía ver algo diferente.

“Yo puedo ver cómo se ha transformado el color de sus conciencias. Todos creían tener todo resuelto acá, ¿no? Pero no, vine yo a generar conflicto, a interceder con sus conciencias, y ahora puedo ver cómo sus conciencias han tomado otros colores. Señores, saben que lo que estoy diciendo es la verdad, y también saben que las personas a las que responden no van a modificar nada. Somos nosotros los que tenemos las herramientas para hacerlo. Somos nosotros los que todavía tenemos la posibilidad de elegir el color de nuestras conciencias. Y por eso hoy yo elijo. Y como se necesita unanimidad para aprobar esta moción, mi voto será negativo.”

Comenzó un murmullo ensordecedor. Cada uno hablaba en su propio idioma. Samantha sabía perfectamente que todo lo que pasaba ahí estaba siendo monitoreado a la distancia, pero no tenía idea de cuáles podían ser las consecuencias de lo que había hecho, aunque podía intuir lo peor. De pronto pudo ver cómo la mujer oriental abría las puertas del salón y cuatro hombres fuertemente armados caminaban hacia ella.

Fin de la segunda parte. Continua con la tercera y última parte de este interesante relato: El color de la Conciencia III.

Sergio Cilla


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