Ser parte del rebaño es una opción, la más fácil, la más cómoda. Pero a veces, y aunque lo intentemos, no podemos. Sergio Cilla hoy comparte con nosotros la primera parte de NESA, un relato que nos convoca a la eterna búsqueda por la inclusión.
NESA
“Bienvenidos a un nuevo encuentro de NESA,” comentó el que parecía ser como un coordinador, un hombre de unos cincuenta años, vestido de manera informal, con el pelo canoso y largo, atado detrás de la cabeza. Me sentía raro. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Era un lugar seguro?
“Recuerden que estas reuniones, y como la A de nuestra sigla lo indica, son totalmente anónimas,” prosiguió. “Nadie tiene nada que temer, acá estamos todos seguros,” remarcó, levantando la mirada por encima de sus anteojos y observando a todos en la sala.
Seríamos unas quince personas, y todas nos mirábamos entre sí, supongo que tratando de adivinar qué le pasaba al otro. Este era el grupo de Novicios, que comenzaba con integrantes nuevos cada tres meses.
Recuerdo el momento en que me crucé con el sitio web, y me detuve porque me llamó muchísimo la atención el diseño. Había escrito “me siento raro” en un buscador, y el sitio de NESA estaba entre las primeras diez opciones.
Había escrito lo que sentía, aunque yo sabía muy bien lo que me pasaba, y creo que estaba en este lugar para confirmarlo. Yo, en realidad, no siento que sea raro, sino que los otros me hacen sentir así. Yo siento que soy yo, así, y que esta es mi forma, y como debo y quiero ser, pero el mundo a mi alrededor me excluye.
“Como habrán leído en nuestro folleto”, siguió la presentación, “nadie está obligado a nada en este lugar. Si llegaron hasta acá es porque algo necesitan, porque están buscando un cambio, y todo debe fluir naturalmente. Y como la idea es conocernos, ¿a quién le gustaría presentarse primero?”
Una chica rubia, de unos 35 años, se paró y comenzó a hablar de manera muy neurótica. “Ustedes pensarán que yo estoy loca, pero estoy acá porque no me gusta cocinar. Sí, ya sé que suena una estupidez, pero a mí me afecta y mucho. Parecería que en esta sociedad, si una mujer se casó y no le gusta cocinar, no es mujer.”
Se sentó y se cruzó de brazos. El coordinador le preguntó su nombre, y agregó: “Elisa, ¿quieres compartir con nosotros algunos ejemplos?”
Elisa se volvió a parar y contó que en el barrio donde vivía la consideraban la “mala madre”, porque no sabía y no le gustaba cocinar, y que siempre sentía que estaban todas hablando a sus espaldas. Y agregó una anécdota: “el año pasado fuimos a vivir un año a los Estados Unidos por el trabajo de mi marido. Vivíamos en un pueblo donde no había acceso a ningún supermercado latino. Una amiga mía venía a visitarnos por unos días, y le pedí que me trajera un frasco de dulce de leche. Yo amo el dulce de leche y lo extrañaba mucho. Y el comentario inmediato fue que por qué no lo hacía, si usando leche condensada, y era sólo mezclar, y mis amigas comenzaron a hostigarme por mail, enviando diferentes recetas del dulce de leche, y si cocinar es lo mejor que le puede pasar a una mujer, y una mujer se siente realizada cuando su esposo y sus hijos disfrutan de su comida, y nooooooooooooo…,” agregó con un llorisqueo nervioso, “yo no me siento realizada con eso.”
Se sentó nuevamente, sacó un pañuelo de su cartera y se puso a llorar. Los que estaban cerca de ella le tocaban la espalda y los hombros, como una muestra de consuelo.
Al relato de Elisa siguieron otros, y todos tenían algo en común, ya sea por una cuestión de sexualidad, raza, de aspecto físico, gustos o intereses, todos sentíamos que no encajábamos en esta sociedad. Todos nos sentíamos los raros.
Hubo un descanso y salimos a un pasillo a servirnos café, agua, y a comer galletitas. De pronto comencé a ver que se iban formando pares, y todos empezaban a interactuar, y me escabullí al baño. Me lavé la cara y me encerré en un cubículo a pensar. Comencé a dudar si ese era un lugar para mí, si debía pedir ayuda en otro lado, o si simplemente tenía que olvidar lo que me pasaba.
Escuché la voz del coordinador que llamaba a todos, invitándoles a volver al salón, y sentí que algo me impulsaba a regresar.
Abrí la puerta del salón nuevamente, justo cuando el coordinador decía: “NESA nos tiene que servir para repensar si somos nosotros los que tenemos algo raro, diferente, único, especial, o si es la sociedad la que no nos acepta porque nos teme.” Hizo una pausa, y volvió a observar a toda la sala durante unos segundos. “Creo que todos ya saben la respuesta, y por eso están acá, para que juntos aprendamos a enfrentar este monstruo social.” Enunció esta última oración con un tono grave, monótono, observándonos uno por uno.
Luego me miró a los ojos, leyó el cartelito que tenía abrochado en mi pecho, y agregó “Lito, ¿quieres compartir con nosotros qué te trajo a NESA?”
Un escalofrío me recorrió toda la columna vertebral. ¿Era algo para contar en ese lugar? Podía compartir sólo las generalidades. Pero, ¿y si me pedían ejemplos también? No me siento preparado para contar todo. Estaba muy confundido. No sabía si había llegado a ese lugar para escapar de todo, o al contrario, para enfrentarme a esa historia de una vez por todas.
“Hola. Llegué a este lugar porque todos dicen que soy raro.” Tomé una bocanada profunda de aire, como en la búsqueda de coraje. “Y ser raro no es algo malo, porque yo busqué la definición, y dice que es algo poco común o frecuente, que es escaso en su clase o especie, o sea, soy diferente, pero no por eso es algo malo.” Sentí que las palabras salían naturalmente y que todos me observaban con mucha atención, pero por dentro pensé que mi cuerpo se iba a desplomar por completo. La transpiración me chorreaba por la espalda y temía desmayarme en cualquier momento.
Fin de la primera parte. Continúa con este apasionante relato aquí: NESA parte 2.
Sergio Cilla
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