Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: Miranda, y el reflejo virulento y cómplice del acero.

Miranda

Miranda contempló su reflejo en el frío acero. “Todavía me veo bonita”, pensó, y se acomodó el rodete para ocultar los primeros cabellos grisáceos que aparecían descaradamente.

Recordó, en ese momento, su primer día de trabajo en la casa de la señora, y cómo se había sorprendido con la velocidad que Miranda recogía su cabello sobre su cabeza.

Algunos decían que era una marca registrada: llegar con puntualidad, ponerse el uniforme, hacerse el rodete, y comenzar a limpiar. Todo en unos pocos minutos.

También se acordó de la primera vez que la señora la había hecho sentir realmente mal. Le había desaparecido “algo”, que aparentemente era muy valioso para ella, y Miranda, obviamente, tenía que ser la culpable. Lloró varios días luego del incidente.

-¿Sólo soy culpable de lo que usted perdió por ser la servidumbre en esta casa? -le había preguntado Miranda con tremenda indignación.

-Y porque eres morocha y extranjera, también -había respondido la señora. Y cuando Miranda le recordó que había nacido en ese mismo país, agregó: “no importa dónde naciste, lo que importa es lo que pareces, y pareces extranjera y ladrona.”

Volvió a mirarse en el metal. Se le había corrido el rímel. Miranda podía estar extremadamente ocupada, pero jamás dejaba de maquillarse. Se dio cuenta que la transpiración le estaba cayendo hacia los ojos. Se restregó la frente con la manga de su brazo derecho sin soltar el cuchillo lleno de sangre.

Miró hacia todos lados. No quería seguir pensando en todo eso. La ponía muy mal, y tenía que terminar de cocinar para cuando el señor y los niños llegaran después de la escuela.

Arrojó el pedazo de carne sobre la mesada y comenzó a golpearlo con un martillo de cocina para ablandarlo. No sabía si cortarlo en fetas y hacer milanesas, o en cuadrados más pequeños para un guiso.

“¿Si yo me tuviera que comerme a la señora, preferiría que fuera frita como una milanesa o en un guisito con salsa y papas?”, pensó, y comenzó a descoserse de la risa.

De pronto escuchó que abrían la puerta de entrada.

-Querida… ¿Dónde estás? ¿Me ayudas con las bolsas? -era la voz del señor-. Miranda, ¿sabes dónde está la señora?

Miranda miró hacia techo por encima de sus anteojos con cierta complicidad, conteniendo una risa explosiva.

-No la he visto en todo el día, señor -respondió.

Sergio Cilla