Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: Juntos, un acontecimiento eterno.

Juntos

Nélida se aferró a la camilla y miró hacia su derecha. Pedro seguía ahí, en otra camilla, y le parecía que no podía respirar. Pudo ver cómo las enfermeras y los médicos lo rodeaban e intentaban reanimarlo. Observaba todo como si fuera una pantalla, que cada vez se le hacía más pequeña.

Se sujetó más fuerte a la camilla. No podía comprender si la estaban llevando hacia otra sala, o dónde; pero la imagen de Pedro se desvanecía, y la sensación era de una velocidad cada vez mayor, como algo concéntrico.

Nélida y Pedro habían vivido más de cincuenta años juntos, como esposos, como padres, amantes y compañeros. Su mayor miedo siempre había sido la muerte; y no porque temieran morir, sino porque ambos estaban de acuerdo que al otro le sería muy penoso sobrevivir.

Lo mismo pensaban sus hijos, sus nietos, y sus amigos. No faltaba momento en que luego de pasar un rato con Nélida y Pedro -con sus más de ochenta años cada uno, tomados de la mano, siempre, juntos- uno se preguntara qué pasaría si alguno muriera primero, y quién de los dos sería el más fuerte en la pareja.

Nélida seguía aferrada, esta vez a las sábanas, estrujándolas con sus puños, sosteniéndose, pensando que su Pedro se le iba, y que ella no podía hacer nada para recuperarlo, cuando de pronto sintió una brisa cálida, con un perfume particular, a violetas; y la voz de una persona -a la que no podía distinguir si era masculina o femenina- que comenzaba a hablarle lenta y calmadamente.

La voz le habló por unos minutos, y a pesar de que Nélida no podía ver absolutamente nada, sintió como sin una mano, o varias, le tocaban su hombro, consolándola, acompañándola, amparándola, sosteniéndola, hasta que comenzó a derramar muchas lágrimas, hasta que sus ojos no pudieron más.

Y lloró, y lloró, por lo que le parecieron días en la infinitud, y gimió de felicidad; su Pedro estaba a salvo. Ahora sólo quedaba observarlo desde el cielo, asistirlo, guiarlo, para que no sufriera por su ausencia; seguir tomándolo de la mano, aunque Pedro no lo supiera.

Sergio Cilla