Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: El Pozo, y lo finito del olvido.

El Pozo

Cinthia abrazó a su abuelo y lo apretujó con lágrimas en sus ojos. Un hombre y una mujer, con uniformes que decían: “El Pozo, un lugar lleno de paz”, lo estaban esperando.

-Sin lágrimas -interrumpió Analía, la mamá de Cinthia, y la hija de Antonio-. Vendremos a visitar al abuelo cada dos semanas, como prometimos.

Antonio se instaló en la habitación y miró a su alrededor. Realmente, se respiraba paz en ese lugar, como si estuviera deshabitado. Vinieron a buscarlo, lo llevaron a que se diera un baño caliente, lo vistieron con una túnica, y le llevaron la comida a la habitación. Se durmió profundamente apenas terminó la cena.

El gobierno había querido sacar una ley para evitar la longevidad durante el año 2035, pero no había pasado las cámaras. Se ofrecía la exención impositiva durante diez años a aquellas familias que aceptaran acompañar a sus mayores de más de ochenta años a “dar ese paso que evitara los sufrimientos de la vejez”, como decía el slogan.

A dos años de ese intento controversial del gobierno, la medida se llevaba a cabo igualmente, en la clandestinidad. Se habían interceptado conversaciones de senadores a favor del proyecto, y uno de los más polémicos había sido: “Estamos bancando viejos que llegan, y pasan los cien años, y no le dan nada a la sociedad más que gastos. En cambio, sus familias podrían vivir mucho mejor si los convencemos de llevarlos al Pozo”.

La palabra “el pozo” todavía retumbaba en el recuerdo de muchos. En algunos casos representaba el horror ante la complicidad del asesinato de un ser querido, y en otros la culpa por siquiera considerarlo.

Y lo más perverso del sistema era la escala de incentivos: a menor edad y mejor salud, mayor los beneficios. Y Antonio había cumplido sus flamantes ochenta años, y se encontraba en perfecta salud. Pero había aceptado ir al geriátrico, porque no quería molestar, y odiaba la idea de poder convertirse en un estorbo para su familia.

A la mañana siguiente, y después de ese sueño profundo del cual nunca despertó, dejaron el cuerpo de Antonio, envuelto en sábanas blancas, a un costado del pozo.

Analía firmó los papeles, saludó y dejó el lugar. Una lágrima salió de su ojo izquierdo, y se deslizó lentamente por su rostro, hasta evaporarse en lo finito del olvido.

Sergio Cilla