Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: El Idealista, y la ilusión por un mundo mejor.

El Idealista

“La migra,” gritó Raúl, parándose sobre el techo del tren, para alertar al resto. A pesar de la distancia, pudo ver como el oficial lo miraba a los ojos, y como lo apuntaba con su arma.

Todos comenzaron a correr desesperadamente, y a esconderse cómo y dónde podían. Raúl se quedó petrificado y recordó el día en que lo echaron de su trabajo, y cómo siguió simulando que trabajaba todos los días para no desalentar a su familia. Hasta que agotó todos los recursos y tuvo que decirles la verdad.

Empero, les había prometido un futuro mejor, y estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera para conseguirlo, aunque eso implicara no volver a verlos durante muchos años. Entrar como ilegal a los Estados Unidos le permitiría una fuente de ingresos, pero significaría una despedida para casi siempre.

Volvió a mirar al oficial y esta vez reconoció el odio en sus ojos, y no pudo comprenderlo. Raúl sólo sentía compasión por los otros, y sólo quería hacer lo mejor para su familia. Sus amigos le llamaban “el idealista”, y decían que siempre imaginaba un mundo que no existía. Raúl se enojaba mucho, y respondía: “si querer lo mejor para mí, para mi familia y para el resto del mundo, es ser un idealista, entonces lo soy”, acentuando con fuerza las últimas dos palabras.

Sospechó que el oficial podría apiadarse de él, y volvió a mirarlo a los ojos, suplicando humanidad. No obstante, esta vez pudo ver cómo jalaba el gatillo con toda la furia. Raúl trató de agacharse, pero el tren estaba pasando por una zona arbolada, y quedó atrapado entre las ramas.

Habían pasado dos semanas desde que había dejado su Honduras natal, la tierra de sus sueños, y se había embarcada en una aventura trágica. De pronto recordó el llamado con su esposa antes de subir al tren. Había utilizado las últimas monedas que le quedaban sólo para llevarle tranquilidad. No le había contado de cómo lo habían robado y golpeado brutalmente, de que hacía tres días que no comía, que no podía dormir o corría peligro de muerte. “Todo está bien, mi querida Palmira, y pronto todo cambiará para nosotros, te lo prometo”.

Un sudor congelante recorrió las mejillas y el cuello de Raúl, mientras se retorcía tomándose el estómago con ambas manos. La bala lo había perforado. Raúl se agachó y no pudo sostenerse, y se cayó por uno de los laterales del tren sobre el campo lindero, dejando un sendero de sangre en su recorrido.

Con su último suspiro, logró mirar al cielo y localizar esa estrella que siempre lo guiaba, y consiguió encontrar ese segundo de paz que nunca había tenido en su vida.

Sergio Cilla