Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: El Cebador, y una aventura indómita.

El Cebador

A Ramón lo llamaban “El Cebador” en el barrio. Solía sentarse todas las tardes en la vereda con la pava y el mate. Sacaba la silla de mimbre, buscaba un poco de sombra, y se entretenía viendo la gente pasar, o conversando con alguna vecina, mientras se cebaba unos mates.

Un día, presionado por Doña Ignacia, la dueña del conventillo, Ramón decidió ser más osado, y caminó trescientos metros más hasta la plaza. Buscó sombra debajo de un árbol, y se sentó, dispuesto a cebarse unos mates. Día tras día, Doña Ignacia lo desafiaba a que hiciera algo más que salir a la vereda, y abandonara esa rutina vespertina.

Eran las cinco de la tarde de un día de mucho calor de enero. Ramón se sirvió el primer mate y observó a su alrededor. Nadie. Luego del segundo, comenzó a sentir ganas de orinar. Recordó que había tomado un vaso de agua fría antes de salir, e inmediatamente sospechó que haber ido a la plaza había sido la decisión incorrecta.

-Don Ramón, ¡qué raro verlo por aquí! -oyó que le gritaban desde unos metros, e inmediatamente reconoció la figura opulenta y exuberante de Doña Roberta, la vecina del conventillo, que salía todas las tardes a pasear a su mascota, un perro típico de raza desconocida, que se veía muy viejo, muy sucio, y que cada vez que se rascaba, expelía pulgas hacia todos lados.

El cebador comenzó a ponerse nervioso. Carecía de habilidades sociales, y no sabía cómo decirle a la vecina que necesitaba un baño desesperadamente. Doña Roberta podía quedarse ahí, cuidándole los elementos del mate, o simplemente él podía despedirse, volver al conventillo, y reanudar la conversación en otro momento.

Intempestivamente, Don Ramón se puso de pie, y comenzó a balancearse apretando las rodillas frenéticamente. Doña Roberta siguió hablando como si nada. Era de esas señoras abultadas y adiposas que salían a la calle en busca de una víctima a quien detener, y hostigar con historias repetidas.

-Veo que se trajo hasta su mate a la plaza. ¿Sabe usted, Don Ramón? Una vez yo estaba… -y Don Ramón dejó de escucharla, porque lo único que sentía era un líquido caliente que brotaba desesperadamente hacia sus piernas y sus pantalones grises. Sólo podía pensar en que sería la última vez que iría a la plaza, mientras sentía cómo el líquido comenzaba a mojar sus sandalias de cuero, y el perro pulgoso lamía la punta de sus dedos.

-La cena se enfría, Don Ramón -se escucharon los gritos de Doña Ignacia desde la punta de la plaza, tres horas después- A usted solamente se le ocurre estar charlando con Doña Roberta hasta estas horas.

Sergio Cilla