La inocencia es un patrimonio de la niñez. Y muchos niños como Miguel crecen en la inocencia, para luego vivir en la desgracia. Sergio Cilla comparte con nosotros un breve relato, “Miguel y su Bicicleta”, que nos hará pensar mucho en el rol de algunos niños en este mundo.

Miguel y su bicicleta

Miguel se limpió la boca con la manga de su camiseta, tomó la bicicleta que estaba tirada a un costado, saludó a ese hombre con un gesto con la mano, y salió pedaleando.

A pesar de que se sentía un poco incómodo, enseguida un gesto de alegría se dibujó en su rostro, cuando recordó que en esos primeros trescientos metros junto a la vía la calle era toda en bajada. Podía acelerar y dejarse llevar a toda velocidad, sintiendo el aire fresco en el rostro, que era el mejor símbolo de su libertad. Toda la zona bordeando las vías era bastante inhóspita, y estaba solo y se sentía libre.

Una vez que la calle se hizo llana nuevamente, Miguel siguió pedaleando y haciendo cuentas en su cabeza. Según sus cálculos ya tenía dinero como para tres días, y no tenía que salir a pedir en el tren o en la estación, que no le gustaba para nada. Sus hermanos parecían no tener problemas con eso, pero él se sentía incómodo e inútil.

En realidad, le sobraba un poco más que para tres días de la cuota que su padre le exigía, pero Miguel se guardaba un resto porque estaba ahorrando para poder comprarse los botines de fútbol.

“Esos tontos tendrán que salir a pedir mañana y el domingo, mientras que yo ya junté todo”, pensó. Y encima podía ir a jugar a la pelota ahora.

Recordó la primera vez que el hombre de las vías le ofreció plata. Le mostró los billetes, y cuando Miguel estiró la mano para tomarlos, se los metió inmediatamente en el bolsillo, se bajó los pantalones y le hizo una seña para que lo tocara. Miguel no entendía nada. Con apenas ocho años y mucha calle, sabía de todo, pero menos de eso. Dudó en seguirle la corriente cuando recordó las palabras de su abuelo: “Miguel, en la calle se aprende mucho, pero nunca debes pasar a la segunda lección, hasta que no hayas aprobado la primera.” En realidad, nunca había entendido lo que su abuelo le había querido decir, pero siempre lo recordaba. Y luego le vino ese gesto gruñón de su padre a la memoria, que más que enojo ya era furia cada vez que no podían juntar el dinero que les pedía. Miguel tenía todas las piernas marcadas por el cinturón de su padre, así que no era para nada difícil olvidarlo.

En su evaluación de la situación, Miguel decidió que la primera lección estaba aprobada y siguió adelante, visitando al hombre junto a las vías al menos una vez a la semana. En general el hombre lo trataba bien, pero no le gustaba cuando lo tocaba. Sentía sus manos sucias y ásperas, pero pensaba en que iba a jugar a la pelota, y que pronto tendría esos botines negros y amarillos, y sería la envidia de todos sus amigos.

Miguel siguió pedaleando. A unos metros de su casa, lo divisó a su padre en la puerta, y Miguel lo saludó con un gesto amplio con sus brazos y una enorme sonrisa. Su padre se puso contento. Era la señal que Miguel traía la cuota del día, y no tendría que recurrir al cinturón.

Sergio Cilla