Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: La Cuarta Edad, un momento para dejar de negar.

La Cuarta Edad

“No hay peor sordo que el que no quiere oír”, dijo Laura entre dientes. No era la primera discusión que tenía con Antonio, su padre, sobre el mismo tema, y todas habían sido en vano. El momento había llegado.

Su madre había fallecido hacía dos años, y la salud de Antonio había empeorado muchísimo durante ese tiempo, al punto que la única solución había sido llevárselo a su casa. En realidad, no presentaba un cuadro severo, pero tenía muchas dificultades para caminar, y ya no podía vivir solo.

La vida de Laura se había convertido en una pesadilla desde que su padre vivía con ellos. Sus hijos se sentían descuidados y se quejaban sobre la presencia del abuelo; su esposo pensaba que ya era imposible restablecer el vínculo que tenían, más aún cuando la pareja tenía que dormir en el living porque le habían cedido el cuarto al anciano; y a su vida sumamente ocupada, se le habían sumado visitas médicas, una dieta especial, y la imposibilidad de seguir adelante con su carrera profesional.

Además, Antonio siempre había sido un hombre difícil, de mal carácter, muy preocupado por sus propias necesidades. Tampoco había sido un padre o un abuelo cariñoso. Todo esto había empeorado desde que su esposa no estaba más en la escena familiar. Aparentemente, ella había sido un pilar necesario, y ahora nadie sabía qué hacer con Antonio.

La intransigencia era continua, y él lo negaba todo. Laura insistía en buscar una solución consensuada. El “así no podemos vivir más” le importaba muy poco a Antonio, ya que tenía su cama caliente, su periódico y su comida todos los días.

Laura había comenzado una terapia tres meses atrás. Lo había decidido el día que su pequeña le había dicho: “no lo soporto más”, con lágrimas en sus ojos. El trabajo con el terapeuta no había sido como ella esperaba. En lugar de un espacio “neutral donde descargarse y encontrar una solución”, se había convertido en un espejo, donde se veía sin la fuerza para poner un límite a nadie, y menos a su padre.

Se escuchó estacionar un auto, sonó el timbre de la puerta de entrada, y el perro comenzó a ladrar. Antonio miró hacia todos lados, sorprendido porque nunca nadie visitaba esa casa. Laura quiso decirle: “Esto es lo mejor para todos, papá”, pero no pudo.

Tres hombres lo ayudaron a juntar un poco de ropa, y lo llevaron en una silla de ruedas hasta la camioneta del geriátrico. Laura, con lágrimas en los ojos, quiso acariciarlo, y decirle que pensaba visitarlo todos los días, pero Antonio le corrió la cara con odio.

Laura sintió un vacío y una angustia fatal, y con el tiempo fue entendiendo que no extrañaba a su padre, sino a su síntoma.

Sergio Cilla