Sergio Cilla comparte con nosotros Microrrelatos, una serie de cuentos cortos que podrás leer en dos minutos y que seguramente te dejarán reflexionando. En esta entrega: De Costado, cuando evitar se transforma en ignorar.

De Costado

Reynaldo salió hacia el frío oscuro de una tarde de invierno, que contrastaba mucho con la reunión acalorada que recién había terminado. La empresa despediría nuevamente otra tanda de empleados, y él ya no sabía ya qué posición tomar, ni de qué lado ponerse. Sólo quería llegar a su departamento, servirse una copa de vino, y mirar su serie preferida hasta la madrugada.

Eran las siete de la tarde y la ciudad estaba enlutada. Como siempre, dobló en la esquina para tomar el callejón y salir a la avenida principal donde podía encontrar un taxi fácilmente. Estaba tan apurado, que no pudo distinguir las piernas de Arnoldo y se tropezó, tambaleándose para todos lados.

Arnoldo vivía en la calle con sus dos hijos desde hacía un tiempo. Exactamente desde que Inés, su esposa, había fallecido, y los gastos del alquiler no podían costearse más con un solo ingreso.
Reynaldo los veía todas las mañanas ahí, y también todas las tardes, pero siempre miraba de costado, y seguía su paso. La tarde anterior había pensado: “no sé cuánto más va a sobrevivir esta gente acá, ahora que comenzó el invierno”, y siguió su paso.

Hacía un año que trabajaba en esta empresa. Lo habían contratado como gerente de recursos humanos, o más precisamente, como el encargado de “optimizar los resultados”, que era lo que venía haciendo desde hacía varios años en otras compañías. En otras palabras, era el responsable de ver cuánta gente se podía despedir, y de redistribuir los puestos de trabajo.
“Tienes todo”, le había dicho un día su mejor amiga, cuando la habían despedido del trabajo, y fue en ese exacto momento cuando Reynaldo sintió que no tenía nada. Lo que había comenzado como un juego nueve años atrás, experimentando la adrenalina de la vida corporativa, se estaba tornando bastante pesado. Ya pronto cumpliría cuarenta, y se había pasado los últimos años generando ingresos que nadie podía disfrutar.

Siguió su paso y entró a la rotisería y compró cuatro porciones de ravioles con pollo, y regresó a la esquina, pero Arnoldo y los niños ya no estaban. Había comenzado a lloviznar. Los buscó desesperadamente por todos lados, y no pudo encontrarlos. Le preguntó al portero del edificio si los había visto, quien le contó que, aparentemente, Arnoldo había sufrido un paro cardíaco y habían llamado a la policía, y se los habían llevado.

Reynaldo se sentó en el piso, apoyó las bolsas con la comida en el suelo, y se puso a llorar. Mientras la llovizna se mezclaba con sus lágrimas, sintió en su propia piel el dolor de la complicidad, y se prometió no ser más parte de ese mundo que mira de costado.

Sergio Cilla